Imagen cogida de la red
HABITANTE DE LA DERIVA
Ante las estaciones uno está a
merced del viento, es decir, a la desorientación
en este infierno entre tempestad
y torbellino: uno muere justo cuando la lengua
deja de obstinarse a la boca;
allí, en el cántaro que sobrepuja en el lodo,
la voz descuajada y la gota de
salmuera donde palidece el tránsito.
Nunca son necesarias las
despedidas cuando falta luz a la región del alma.
Cae la podredumbre errante de los
tejados,
las noticias incoherentes en el
desayuno de los políticos, la artificialidad cuando
se habla del hijo pródigo,
o de la semilla buena o mala.
Lo menos incoherente entre las
libélulas es la ceniza; otros, se rasgan vestidura
y conciencia, hasta el punto de
inventar razones. (De pronto hasta los
aleluyas
son imposibles para cantar desde la seducción de sus ataúdes.)
Unos, no le encontramos rumbo a
los repartidores de semita y melcochas;
a otros, apenas les alcanza el
barniz consumado en las tapiales, o muros.
Con suerte, son visibles las
últimas tormentas del año: la carroña que habita
los sueños, los osarios anudados
a la arcilla,
las aguas carcomidas a la altura
de la barba, esta suerte de sombra y orilla.
Sobre el pedestal del insomnio,
no existe invernadero de luciérnagas,
ni claridad, ni rumbo: los
gemidos aletean en cualquier dirección, también,
la pulsación de ciertos pájaros, —pájaros
ahogados en los rieles del humo—,
los caballos sumidos del aliento.
La espuma cuyo río se evapora.
Justamente el sollozo nos hace
huéspedes o jinetes de sordas ciénagas.
Barataria, 2015
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