Imagen cogida de la red
NEBLINA ADENTRO
En la estación de los minutos,
los espejos atrapados en la garganta, los caminos
heredados en paralelo, la
infinita aldaba, húmeda en el acantilado de sal.
En la neblina temeraria de lo
ecuestre, la fuerzas de la escarcha como monedas
desprendidas del viento. Hacia
atrás del horizonte, los pájaros atónitos
de los párpados, esa otra
convivencia entonces, con el desastre.
Hay países grises por falta de
sintaxis.
Existen ojos con una caligrafía
desencuadernada, desvestida en las ojeras
del aguacero, o en esas hambres
que torturan como una hiena.
Uno no sabe, de pronto, hacia
dónde aullar después de horadar las piedras.
El viento tiene sus caballos
revividos y la neblina, ese abrasado destino
en la flama tropical de las
pupilas. Desde adentro no es menos cierto el abismo,
ni la ramazón de los ciclones en
las sienes, ni la reverberación de las sombras
ni la pesadumbre que hiere
sutilmente las concavidades.
Entrada la noche y el petate
tullido de la piel y el reino de los jeroglíficos
sin caminos, y los cadáveres con
la mala suerte de lo trágico, y los cementerios
con tantos nichos a cuestas, las palabras disueltas en el aliento:
¿A quién le confío esta
enfermedad de mísero futuro? ¿A quién el despojo
que sólo admite soledades? —Vos,
próxima a los ojales de la noche, a la neblina
lacia entre las manos, a los
abanicos de hollín que gimen entre las manos.
(Tiene la piedra el duro silencio del acantilado, el idioma roto
de los sollozos,
el helado párpado del polvo sobre la rama ciega del viento.
Hacia dentro, el reloj sepultado de mi propia tumba)…
Barataria, 02.X.2015
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