Imagen cogida de la red
LA CALLE
Quiero decir estas calles que
abrazan mis zapatos, tibias de huesos y manos.
Imprescindibles en la resistencia
de la jornada como las pocas o muchas
palabras que aprendimos en la
historia de la noche.
Para los juegos, los obligados
adjetivos en el paladar, las excusas de siempre,
los oficios alargados de la
rebeldía.
Nos abriga el árbol de los
vacíos, las imprecaciones y los asesinatos, la queja
y el engaño y los espejos
posibles donde el instinto golpea los monólogos
inciertos de los neumáticos.
Ante la palabra, las panaderías y
esa sensación de sermón de la levadura.
Muy a menudo nos martiriza o
conmueve esta puerta de corrosivas vísceras.
Nos martirizan los falsos
monederos de las bocacalles profundas
y pronunciadas, las ventanas
anárquicas de las cuevas, o la simple dialéctica
de lo despiadado que resulta el
tiempo y su sentido contrapuesto.
En la secuencia del asfalto, todo
lo desgaja el desaliño, la loza revelada
en el zapato, o la lengua de luz
sobre algún escarabajo.
Fuera del asco reiterativo de
cierto hedonismo,
el asfalto excede todo estruendo
de severos hiatos interpretativos: enfrente
de los sumarios del aliento, las
explicaciones de la superficialidad, los gritos
y asesinos a sueldo, el plano
cartesiano en el relieve de los cuchillos.
La calle es solo el prólogo para
entender la raíz invertida de los incendios;
ante cada extravío, entrevemos el
salto mortal de la impotencia y su simbiosis.
Barataria, 29.IX.2015
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