Imagen cogida de la red
JORNADA
Después
de la jornada, —o de cualquier extravío—, el cuentagotas del tiempo
sobre
el cuerpo: los brazos de ceniza de las institutrices, las lavanderías
azules
del aliento, el caracol menguado del sexo en la moral pintada en ciertos
manuales
de pelucas y balcones.
Siempre
hay algo inexplicable en los nichos de carbón de la penumbra,
en
la oblea del reloj prolongando la hojalatería del rasguño.
(No termino de explicarme
hacia dónde van finalmente los trenes, los besos,
la desnudez, la naftalina
debajo de la cobija, la teja de musgo dentro del ataúd
de los escaparates de la
lluvia, el arco iris en la carreta de la hojarasca.
¿Qué hace el cansancio
carente de monedas, el cansancio que te deja extenuado
después de la jornada?
—¿Qué hacés braceando en las aguas de la nostalgia?)
En
el pestañeo de las fotografías el cuerpo negro y los efluvios de la tormenta.
¿Dónde
están los dientes y los bolsillos?
Susurro,
al cabo, al dominó del paisaje de todos los días.
Pensar
después de la luz hacia no sé qué postrera ventana o camino.
Conjurar
el metal del alba al despertar, caminar sobre las viejas esquinas
del
calendario, deslizarse en un repique de campana, vocear el pañuelo
que
provocan los mataderos.
De
mi casa pobre, balan las monedas, mientras suda el pino su vagón
de
trementina, mientras en la mesa uno se olvida de elevar piscuchas o cometas
El
horizonte me dicta su alfabeto de brasero, huele a equipaje rancio, a ojeras
y
a esa estación de piel gastada de las manos.
Barataria,
27.VI.2015
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