Fotografía tomada por André Cruchaga
TRASPIÉS DEL ABANDONO
Por
doquier el tropiezo de los nombres y la huella de las pupilas en el césped.
Abundan
las monedas gastadas y arrancadas a los ojos.
Uno
sabe de todas las alambradas que hay necesidad de saltar, o morder,
justo
para alcanzar las lejanías sin reemplazo de zapatos y pestañas.
Sé
que existen oscuridades tan profundas como una lágrima, tan ciertas
como
los calcañales carcomidos por los guijarros, tan duros como los barrotes
de la
indiferencia: la hojarasca clava en mis lóbulos sus cuartones
de
desfallecida tristeza, hasta el punto de hacer metálico el sonido y acalambrar
mi aliento: bajo los dobleces de la penumbra hasta llegar al subsuelo.
Bajo
braceando en medio de las agujas del crepúsculo.
Hay
palabras que esperan a la noche para existir, dormitorios y párpados
en
combustión, cruces, cuerpos, estados febriles, como el traspiés que hace
desfallecer hasta el hambre y la boca y las mortajas.
Después
de todo, un grito es solo un grito que no mata alacranes,
ni
borra tatuajes, ni cambia el rumbo de las obscenidades y su olor amelcochado.
Un
traspié y se despeinan las buenas palabras y se aprietan los ijares.
Pero
hay abandonos de tal magnitud que rompen los pliegues de lo lúgubre,
y
beben toda la sal silenciosa de los taburetes y los atriles,
y
toda la ceniza que los pájaros trepan a las ramas,
y
todas las mesas de las sombras y sus caballos enflaquecidos y sus ojos
de
quejidos prolongados y sus mudos relojes
y sus apretados paraguas
de
ataúdes y sus asadores de prostituidas arrugas, ennegrecidas en el extravío.
Después
uno vuelve con boca propia a morder los letreros líquidos del agua.
Barataria,
16.VII.2016
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