Imagen cogida de la red
CASA DE LA SOMBRA
Un
grito sordo se abre siempre en el pecho y petrifica los corredores
del
aliento hasta que sangra el golpe de párpados de la oscuridad.
Un
sombra rompe el juelgo y desenvaina sus relámpagos: la casa, el país,
que nos
consume a fuerza de aceitosos abrigos y empréstitos.
(En el interior de mis sueños pienso en los
caballitos de mar.
En el vértigo que produce la noción del sexo,
en cada uno de los rostros invisibles
que cierran puertas y manos, pero se
persignan cada día.
Siempre camino reconociendo mis propios
abismos: la calle y sus cadáveres
tóxicos, esta vida pública de cocinar
esperanzas.
Siempre callo o rompo el silencio. Da igual
un calabozo o la ciudad plena.
De niño conocí el laberinto de los olvidos y
la altura y el corazón de los sueños.
Las esquinas con sus ojos gastados: aquí, las
marcas de fuego y los olores
de la noche y los extraños deseos desafiando
el infinito.
El país duele cuando es siempre metal fúnebre
y los empedrados del tórax
socavan y hunden más la bóveda de la noche.
En el interior de mis sueños, uno tras otro,
el pataleo y ese gusano visible
de los mimetismos: todo se oye que cae al
vacío, los espejos, los tapices amarillos
de las siluetas, los gatos que fingen
ciertas obsesiones sobre el tejado.
Claro que al final, río, pues todo se explica
por sí mismo.
Lo siento por usted que no mira el callejón
de su descrédito.)
Cuando
la lluvia cae, alucinan las vestiduras astrales del horizonte.
En el
ojo de la ventana, ese inmenso umbral de madera diáfana y sagrada.
Dejo
para después, la boca degollada de los sonidos y la noche gris de la voz.
Barataria,
09.VII.2016
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