Imagen cogida de la red
CARCOMA DE LA SALMUERA
Ante
las arrugas marchitas del coro, uno aprende a vivir a pulmón abierto
y
a la orilla de la comisura de la oscuridad, al borde la salmuera.
En
la cornisa de la palpitación los crucifijos aquí y allá como pequeñas
parcelas
de la historia: es todo. Una lágrima carcome los brazos y las calles
y
las aceras. A veces hay un silencio
sepulcral en medio de la campana
de
la noche, entre el amanecer y las marejadas grises de la sangre.
No
sirve el papel para limpiar todas estas pestilencias.
Luego
son las pulsiones las que vomitan sobre las bufandas de los atrios.
Después
nos queda en el aliento esa sensación de desamparos.
La
palidez nos muerde con sus guacales vacíos y su incondicional fetidez.
Hormiguea
la piel en su adusta fisonomía, la saliva diluida haciendo posibles
las
palabras, este a media voz mordiendo el pescuezo del alba.
¿Quién
después de todo seca el güegüecho de salmuera que se hace nudo
en
el silencio atroz de las pupilas?
Uno
quiere caminar pero no en medio de tanto sueño perverso;
no
con este tiempo que nos avergüenza, y nos desdibuja hasta el grito.
No
en la conciliación con el engaño y el desaliento de ventanas.
De
tantos alaridos se asoma desorientado el sollozo y el cóncavo declive
de
tantas heridas, y la soga al cuello y las costillas rotas. Y la noche
desgreñada asomándose a las cortinas de los parpados, y las palabras ahogadas
en
los dientes postizos del desaliento: cuando se ha tocado fondo, uno cree
que
ya nunca amanecerá. ¿Cómo arropar la luz, aquí, en medio del escombro,
si
ella es un delito, si el vuelo carece de
generosidad hospitalaria?
Pienso,
de pronto, en las obligaciones filiales de la intimidad…
Barataria,
06.VII.2016
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