André Cruchaga
JUEGO DE OLVIDOS
La
razón de este juego de olvidos es, justamente, para condensar el destino y el
sentido del poema, en modo alguno para explicarlo: carezco de los atributos
necesarios para la fosforescencia. Me limito a caminar a través de lo humano que
soy, de lo imperfecta que es mi materia. A veces, solo me aquí, ⎼⎼entre la eternidad y el
júbilo⎼⎼ a inventariar las
funerarias de mi ser interior, la aglomeración de aullidos que hierven en la
lejanía. Hay personas mucho más inteligentes y sabias que yo para alumbrar los
misterios de la memoria. Infiero que existen profundas hondonadas y duelen;
duelen, por cierto, hasta los tuétanos; Deduzco que mis ojos son incapaces de
verlo todo; ya me he acostumbrado, en medio de la humedad del invierno, a vivir
arrastrando engaños y desengaños. La oscuridad o la claridad en mis poemas son
una acción premeditada, es decir, una acción política. Nombrar la desnudez
hasta ensordecer también es una acción política. Pensar en el candor de los
pájaros es una acción política: cuando hay un examen de conciencia, lo más
probable es que tiemblen las cornisas del aliento y salgan a flote los pequeños
demonios que reverberan en la conciencia. El que me lean o no me lean es
también una acción política de la cual no tengo control. El decidir mi ruta y
condición de hombre y poeta lejos de las argollas o círculos de poder también
es una acción política. Quien sabe sabrá entender la dimensión de mis palabras
sin que necesariamente deba explicarlas. Yo procuro adoptar las verdades terrestres,
no el doblez de la lengua ni el plumaje. Escribo porque escribo más allá de mis
opacidades. Escribo porque arde en mí la humedad del alfabeto. Yo solo sé que
vivo en medio de innumerables incendios y no necesito de la vehemencia, mis
desvelos aguantan todo el peso de mis fantasmas, toda la excomunión de los
obispos grises de la ceniza. Acariciar el frío de las palabras en pleno trópico
también es una acción política, lo es la distancia de la realidad y los sueños,
lo es el candil de Dios embriagado de tierra. Ser mi propia voz es una
convicción, una determinación radiante y de necesaria libertad. En todas partes
hay caminos cerrados por adustos muros, pero también hay sombras talladas en
humo. Mi relación con la palabra y la realidad también es un acto
ideológico-político. Las personas de gran prosapia saben de esto. Escribir y
renunciar a muchas acciones producto del acto de escribir es ciertamente un
acto ideológico-político. Ser en cierto modo un eremita lo es también.
Alrededor nuestro una inmensidad de torbellinos. Cada poema abre las
posibilidades de nuevos ojos. Quien lee, lee a menudo, corazones contritos, ve
relámpagos y estertores, intuye seguramente caminos luminosos o caballos de
niebla o plenitudes rotas. Un poema siempre tiene un destino: el ser humano y
sus posibilidades y orientaciones para avanzar. Yo escribo desde el escarlata
del alfabeto. Escribir es lo único que me interesa: el poema siempre supone un
acto de audacia, lo demás son artificios que la sociedad ha inventado para establecer
el dominio de unos sobre otros. Es una especie de dominación y vasallaje. Uno
puede aspirar a la luz y llegar a la montaña sin necesidad de súper héroes o
semidioses. Uno puede remontar el alfabeto: yo no quiero las cúspides al ras
del suelo. El poeta es más que esa vorágine del poder, efímero por cierto. Cada
vez que escribo un poema me arremango la camisa y miro al fondo, ansioso, las
sombras todas de la incandescencia. Abro un camino de orgías como aquella
fragancia primera del sexo.
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