Imagen cogida de la red
EPÍSTOLA DEL RETORNO
En
algún lugar, al amanecer, el horizonte colgado en el dintel del tiempo.
Desde
el espejo los regresos y el camino andado: las esquinas del país manchadas
de
fantasmas, algún anciano en mi sed de niebla.
Nada
es al azar la limosna de la asfixia, ni “El Libro de los seres imaginarios”,
de
Borges, ni Marcel Proust, ni Anacreonte.
Al
evocar lo andado en la crónica de los desaparecidos, uno relee la trama del
teatro
con
la singularidad que lo haría San Juan de la Cruz o Heráclito.
Pasada
la tormenta y después de hurgar en el calendario, el cadáver de la puerta
y
sus jirones de telarañas que juegan desnudas en los ojos.
Nadie
nos reivindica en el puñado de polvo de la noche, ni siquiera la diadema
del
lupanar, o el crucifijo aullando en los mercados.
Uno
siempre es viajero, diría Nietzcche, por
más sedimentos que acumule
el
aliento en el toro negro no disuelto del fuego. El camino resulta ser variante
de
los recuerdos devorados. O solo huella. O solo lágrima.
Sobre
el polvo de la memoria, el equipaje amarillo de lo insospechado.
(Nunca sé si hay demasiada vida o
demasiada muerte, en este oficio hueco del reloj;
entonces miro la imagen en el espejo
antes de claudicar.)
Es
solo cuestión de tiempo —me digo—, para descubrir la esquina de los epitafios
y
sus atajos de herrumbre y sus trenes de sombras y sus paredes de indiferencia.
Quien
regresa, es otra muerte profunda como un monólogo…
Barataria,
16.VI.2015
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