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EPÍSTOLA AL INSTANTE
Hemos
erigido el bostezo de los huesos, en cábalas, abjuraciones e idolatrías.
El
terror nos acecha con palabras de piedra: cada transeúnte encarna sus propios
simulacros,
el desplome de las ojeras, los incendios de las rotaciones.
Somos
ardor mientras llegamos a la otra orilla.
Arde
la flama en consigna de luciérnaga; no existe la totalidad en el escorpión
de
los cuchillos, sólo el hilo del aullido en la conciencia.
Siempre
respiramos la noche en el ojo del paraguas: el éter anula nuestra lascivia.
Despertar
es tener memoria del martirio, del olvido y del breve instante que vivimos.
Ya
de regreso, el espejo nos porfía sus mutaciones. (El grito resulta solitario
cuando ya no hay trino en la rosa
muerta.)
Vuelvo
a donde nadie y al esqueleto de peces carbonizados.
En
el minuto la lengua desclava las campanas: por un momento olvido el trabajo
de
la intemperie, y este reino reptil de sombra y miedo. Olvido que la codicia
es
hostil y se esconde en la dureza de la noche.
Nunca
lo efímero tiene raíces, aunque arrase de golpe el origen de las palabras.
No
tengo más memoria que todos los comensales de esta tierra.
Nunca
esperé tanto para ver la claridad: —vos lo sabés cuando has tocado la puerta
de
los sueños y mordido las palabras del polen.
Siempre
la herida en el costado se llena de nostalgia; alucino en la escarcha
funeraria
del pálpito. Nada sobrevive, después, a los comensales de la vigilia:
hoy
es hoy en la boca de algún sepulturero…
Barataria,
18.VI.2015
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