Imagen cogida de la red
ENDECHA
Lloramos a nuestros muertos en el
matorral, en la quebrada, o la sepultura.
Indagamos en las palabras todos
los grises emparentados con la muerte.
¿De qué excesos se fue llenado el
sudario de la asfixia, el bramido de la ráfaga,
la temible boca de los
candelabros?
No sólo cruza el breñal y el
antro, nos advierte con su rabia sorda,
nos enlista en su manual de
piedra, nos nombra sin equivocarse, nos hunde
en su costal de yute, o en el
barril inmóvil de la noche.
¿A quién dirigimos las ilusorias
ventanas del escape? ¿A quién que no sea
y es también noche, boca tórrida,
desván donde invisible se acuesta la muerte?
De la zanja sacamos sombras de
torsos y pedazos de huesos, (en la alambrada,
los sombreros cerrados de los ojos, las siluetas talladas de la orfandad, l
a
bruma densa en la rosa del sexo.
En la puerta entreabierta del sigilo, el pecho del día quebrado de
salmuera.
En la ropa y los zapatos, las manchas oscuras, aquellas líneas del
machete.)
Sobre la tabla rasa de la
estadística, la asfixia del duelo con trencitas de ceniza,
los manuales de decapitación y el
serrucho del hambre.
Ante el ahogo de la tortura ya
nadie existe.
Ante la turbiedad de lo salvaje
nadie se resiste. La muerte cierra los espejos.
En el horizonte del lenguaje, siempre
las puertas inseguras de las vértebras.
Aquí, extendido el crimen, uno
olvida hasta las puertas.
Después de la intemperie, no sé
si en algún sitio exista la piedad…
Barataria, 04.VI.2015
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