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PARAGUAS
A la sombra
de mis ojos germina la almohada de tu cuerpo. El cielo es la carne de mi
respiración, debajo amanece el párpado del ciprés y toda la claridad oscura de
las sienes. Un día saldremos del sarcófago y de los ataúdes para quitarnos la
tierra fatua de los túneles, las manos del vinagre sobre nuestro aprendizaje,
los miedos de tocar el semen blanco del cierzo. Yo abro las ventanas para
olvidarme de las cicatrices, quito de la cruz todo lo que sufre, hay banderas
muertas en la gota de sangre que horada la línea vertical de las campanas: en
cada vértebra de los trenes, se rompen mis encías, la sombra del paraguas que
cava en mi esqueleto. (Siempre tuve la
edad de los tiliches en la fosa, una gota de sal levantada en las ciudades, el
bosque de concreto en el desastre de las colillas. Fui y regresé siempre para
acumular paredes, cada vez arreció la agonía del cenicero, el cuchillo de las
talabarterías, el ruido del prénsatela de las sastrerías: siempre el ojo
mordido por las intemperies.) Ante cada estatua he sacudido mis designios,
la tinta despeñada en todas las cosas que me rodean. Por cierto, nadie me dijo
que debajo de mis zapatos transcurrirían inviernos largos, y aún así, sobrevivo
a zanjas, teatro y ceniza, a ese disimulo que tras de mí tenía anteojos. Para
mí la crueldad es incomprensible, nunca la entendí aunque a diario cercenara
mis calcetines, aunque estuviera a la diestra como un hacha inverosímil; siempre
camino invisible como una sábana obligadamente inoxidable, nunca la zoología
fue preocupación para mis sueños: admito que nadie pudo deshabitarme de mis
propias sombras porque la lluvia es desigual en las vaguadas y porque el día es
para cada peregrino según su paladar y equilibrio. De espaldas acude el fuego de las puertas, la
conciencia que busca ser transparente en medio de ciertos símbolos, el cielo
falso que de pronto se desploma en el vacío; y, aunque indago en el ojo del
porvenir, sigo aquí extraviado en el témpano desganado del umbral: que otros
hagan menesterosamente lo suyo, que yo, —en mi propia armadura, alacena y
cerradura— nado en la tinta todos los días sin que la hoguera sea falsa lumbre,
ni máscara ni jactancia. Cada poema, como un tren intermitente, me ha dado el
camino necesario, el agua justa para mojar mis rodillas, las lecciones de
azúcar, la sal de la espesura. Ya los días se han vuelto una llovizna
impermeable en mi poema: allí el silencio hace su proeza…
Barataria,
11.III.2013
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