Foto de Slice of Life, cogida del FB de Mirela Ciortan
CASA POSTRERA
La historia se reescribe en el
hospedaje de los ojos, en cada prólogo
que antecede a la noche y a los
ataúdes.
Iré, allí donde la voz se refunde
en la tierra del surco diestro de la corbata
del ojo descuajado de su cosmos,
de los brazos del cementerio de la ternura:
(si subo o bajo, no lo sé, después de echarle cilantro a las
horas.)
—Es inútil este juego, —pienso,
mientras veo la lógica del racimo en el charco,
el suplicio abajo del perro
amaestrado—,
(o la puesta del sol con su equipaje indescifrable, el
quitamanchas
en la punta del alfiler, los zapatos refrescando su propio puerto
insomne.)
Iré y partiré en pedacitos el
séptimo día de la utopía: mientras me decido
por la bruma, el fermento ensangrentado
de los trenes:
(los ojos a punto de deshacer los puntos cardinales, las hélices
de las ojeras
las piernas dilapidadas de la zozobra,
la hamaca de la solapa sobre la cerveza negra del invierno.)
—Cada tramo del hipo se suicida
en el horizonte, cada confín del polen,
sordomudo, sobre la escarcha de
la madera, patina en los neumáticos
de mi casa postrera, en el
territorio que un día pensé cosmopolita.
De los bolsillos se escapan los
suspiros como aves migratorias. Siempre
desde la ventana, la hoja que pía
en el umbral del otoño, las palabras
vencidas por el hambre,
los eructos cansados de los
epitafios, tarde subyugada al tintero. Niebla
arrancada a la respiración de esa
otredad de las escalinatas de la ruleta
de las semanas, ingles desbocadas
en el tropezón en ayunas del aliento.
(Uno siempre va, finalmente, como mar obediente a la noche.
¿Reside aquí la plenitud, el mar inconsciente en los costados?)
—En el sonambulismo de la pecera
de los balcones, el atril donde los vahos
son protagonistas y el deseo
calla sus paraguas de puerto,
el velero que no demora su
desbandada,
la mirada inescrutable de mi
mismo en la escena intemporalizada.
(Luego de andar, —¿pienso todavía en mis miedos?—, los recuerdos
vienen
en mástiles sin pararrayos, el candil irracional del
presentimiento,
las altitudes impalpables del ardor, lo errátil que fue el ojo en
el estanque.)
Ya superadas las paranoias y
echado hacia adentro el aliento,
la lluvia del olvido se encarga
de deshojar el cielo raso de la locura:
no hay mejor forma de morir que
vestirse con los propios harapos.
Atrás quedan las sábanas y los
pañuelos. Tengo ansias. Me devuelvo
a la luz postrera: hay campanas
cercanas a mi propia torpeza humana.
—Mírame. Están leves mis ojos y el
alma apacible…
Barataria, 15.III.2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario