Elena Liliana Popescu
OFICIO [ARTE POÉTICA]
Para la poeta Elena
Liliana Popescu.
Entendí entonces que
siempre es la palabra
quien aprieta el
gatillo,
armada de miedos y
tormentas,…
MARIAN RAMÉNTOL
En el firmamento de los sonambulismos, el oficio de
la tinta
apacienta el palpitar desbordado del horizonte;
forma la corporeidad de las palabras, acorde al
silabeo de la respiración,
sobre la alberca de la página, piel de la metáfora
susurrando,
océano del tacto en la vendimia del pecho;
debato desvestido con las alegorías, los años
balbucientes de parábolas,
camino tocando el balcón de las palabras
perseverando en el camino,
contando las puertas alrededor del frío, la sábana
del pájaro
que gotea entre la foja incendiada de la sangre,
entre lo exhausto
que significa sostener el vértigo de la trementina.
En el taller del poeta, el diccionario, los pulsos
de tantos
libros, los punzones de las sombras sobre los
párpados:
en cada letra voy adivinando o mejor dicho,
poniendo en la alacena
de la memoria, ciertas reminiscencias, quizá para
acortar la distancia
entre el humo y la niebla, entre los pretéritos y
los ahoras galopantes,
entre el ojo humano y el ojo de agua de los
espejismos,
el pensamiento y el desvelo, el despunte de la
tormenta.
En la carpintería del alfabeto, la tinta de la
garlopa, la cinta métrica
del aliento, el serrucho del jadeo entregado al
vértigo del poema;
entiendo al poeta confinado en el folio de sus
palabras,
—fácil o difícil—, la luz tanteando la sartén de la
aurora, el albor
en la hoja del papel, el molino de las artillerías
con su propio fuego.
Cada mañana el poeta esparce los insomnios en el
sudor,
unge de los materiales del tiempo, acomete contra
el tedio, comparece
ante las asimetrías del galope: nacen barcos en el
mundo despoblado
de la respiración, desecha la zozobra que produce
la melancolía,
deja que el trapiche se llene de palpitaciones y
las luciérnagas
crucen el umbral, sin herrumbre, dando paso al aire
necesario.
Mientras, en el exterior, hay ventanas borrosas y
rapiña;
en el cuaderno va quedando aquélla lámpara,
—el fuego de cipreses que luego se volvió jardín,
el milagro de la tinta,
sobre el vitral del horizonte:
veleros en el puño de la claridad, bolsillos de
ardientes ojos.
Ahora, en el taller del poeta, el oficio de la
tinta, esparce la sábana
del tejado, mientras el barro de la almohada quema
las sienes,
el balcón del sobresalto, los andenes y escaleras
de la memoria.
Y luego, cuando entra de nuevo a la noche, también
despide las muecas
acerbas, olvida los meses de combate: nace el poema
de las manos;
y, en ese oleaje consumado, el pan compartido del
alfabeto.
del espejo, la piel de la poesía…
Barataria, 28.III.2013