jueves, 30 de junio de 2011

TEMPESTAD DESMEDIDA


En el agua, la rusticidad de los helechos olvidados, el goteo
desmedido de los espejos, los cántaros del tiempo girando
en la memoria; en cada página que escribo hay ventanas
irremediables, lluvias que no caben en la alforja de los ojos:
un día me embriagaron las palabras, la fragilidad de la hoja de papel...
Imagen de André Cruchaga




TEMPESTAD DESMEDIDA




Al regreso las sendas todas eran sombrías...
MANUEL MAGALLANES




En el agua, la rusticidad de los helechos olvidados, el goteo
desmedido de los espejos, los cántaros del tiempo girando
en la memoria; en cada página que escribo hay ventanas
irremediables, lluvias que no caben en la alforja de los ojos:
un día me embriagaron las palabras, la fragilidad de la hoja de papel
de los peces, la puerta hacia la lejanía, el aceite del crepúsculo
en la tabla rasa de las verjas. Desde entonces las gradas se volvieron
desmedidas, los días con sabor a caldera, e y las manos,
abanico de angustia. En el fardo de mi propia incertidumbre,
el bostezo del futuro; las paredes anegadas de conspiraciones,
el sueño propio enceguecido por el humo: hay agitación de ojos
en la memoria; perturban los fuegos artificiales, incluso, de la fantasía,
cuando se buscan intensidades comedidas.

De pronto los odios nos hacen naufragar y quemamos la frescura
del arrobamiento, los deseos naturales del alquimista.
(En esta tempestad, pasa de todo: la casa derruida, harta de deseos;
cerca la calle de los que perdieron la prudencia,
la peste inevitable de la oscuridad,
las verjas agolpadas de la agonía, los jeroglíficos moribundos
del follaje, los zapatos cansados del mismo modo que los barcos.)

Hay en las pulsaciones de la carne, aceras de fatigadas perplejidades
y vacíos que no caben en el cuenco de las manos;
nombres coagulados en pedazos de exacerbación,
pájaros con miradas gélidas y suertes echadas al azufre.
Rechazo el infinito desmedido de las luciérnagas, la tinta roja
al margen de la sangre, el aliento atrapado en las raíces
y hasta el estruendo del martillo sobre el clavo del calendario.
Uno no puede con tanto pétalo caído sobre el espejo, ni con el cambio
de tiempo que rompe las palabras; hoy mismo deseo borrar
la inclemencia de los aromas: volver la espalda a la intensidad
de las arañas, a este tiempo de casos rotos; volver a comenzar
sin la edad de la ceniza,
—ya son muchas las conciencias subterráneas en este pequeño
laberinto urbano. Duelen hasta el cansancio los costales viciados
del aire, la caricia huraña a las manos, el ojo torrencial
de las goteras cayendo en las sienes, los labios agrietados
por la espera. Un día, uno, se harta de tanta tempestad:
la razón mancillada, la fe subvertida por el mercado,
los cientos de gusanos mordiendo la carne. Esta oscuridad agolpada
opaca toda luz, el folclor con sus monumentos ancestrales,
los simbolismo del ajo o la cebolla, las páginas de clasificados,
el Santo Patrono, descolorido en la acuarela del tumulto.

Hay días que no le dan tregua a la memoria ni para sacudirse
el hollín de los perfumes baratos en el mercado de pulgas,
ni para invocar palabras nuevas.

Barataria, junio de 2011

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