Al tallo del árbol, la piel del musgo, el ojo cansado de vivir
entre la tormenta sorda, desplomada del reloj en el océano
de la tierra; hay calles aquí que edificaron los insectos
durante la noche, días invadidos por combustiones de nombres ilegibles,
astros subterráneos que dan vértigo, hornillas de un cielo olvidado.
Imagen de André Cruchaga
RELOJ DEL MUSGO
Seguirás inadvertido,
aunque en la mar del viento giren tus
ramas,
tristes aspas desheredadas,…
JAMES RAWLINGS
Al tallo del árbol, la piel del musgo, el ojo cansado de vivir
entre la tormenta sorda, desplomada del reloj en el océano
de la tierra; hay calles aquí que edificaron los insectos
durante la noche, días invadidos por combustiones de nombres ilegibles,
astros subterráneos que dan vértigo, hornillas de un cielo olvidado.
En el anochecer se vuelven inhóspitos los charcos,
el destello de cada respiración que consumen las sombras,
el violín agónico del musgo en su tejido de escalpelo.
A menudo me parece el antifaz de las raíces; la lluvia deshace
los nudos apretados de la ceniza que lo cubre: son días de conjuro filial,
invocación de sosiego ante el vendaval. Salvo el alma en su tránsito,
todo parece estacionario en el vuelo de ultramar,
en cada agujero hecho en el fango, en el sigilo constitucional
de las metáforas. Hoy en día abundan los adefesios jurídicos,
las felonías y hasta la ignominia sobre la mesa:
no caen la gaveta el esperma de los estambres, ni es posible advertir
vitrales en el karma, mucho menos alcanzar la humedad de alhelíes,
la estación donde no sonría la ceniza de los relojes.
Vivimos tiempos de realidades intangibles, dueños de la noche ensortijada
de navajas; vivimos sílabas de asonantes flamas,
sinalefas sin concordancia, alusiones perifrásticas, aliteraciones,
difrasismos y nieblas como herraduras ecuestres. Cuando el huracán
azota, levito sobre los pómulos de las piedras:
siempre el escombro inunda las palabras; no hay salvavidas
para el santo grial de la queja, ni para el altar desde donde cuelga
la sal del agobio. En la antesala de los litorales, un aviso importante:
décadas de duelo para la fantasía, veredas confiables;
calles temibles, aceras de dudosa saliva, discursos emparentados
con el escombro, hazañas de zompopos. Si alguien discrepa,
contamina, por inercia, el aire; para retornar a la estación del día,
se hace necesario borrar el matasellos del sonambulismo de los ajos;
quitar el matapalo del latido, purificar las nubes cosiendo el rocío
hasta que la rama de la transparencia quede firme en los zapatos.
Andamos la deshora en la herrumbre del pecho:
en cada reloj estalla el crepúsculo, la capucha oscura de la adivinanza,
el cáñamo con púes de las alambradas.
Lo que se ve no son acequias para el regadío, sino estiajes, cárcavas,
noches de musgo sobre la sábana de los poros,
plumas flotando sobre el agua que es el vivir. Fotografías al filo
de la noche, colillas que adornan la escena del pubis de la Patria.
—Quizá un día hagamos colchones de la madera de los aserraderos;
por ahora, en el palco, sólo cabe la gangrena,
el entierro de las brújulas. Pero se vale, supongo, dejar una rendija
por si acaso: la pinza de la luz en los ojos…
Barataria, junio de 2011
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