Todo es hondura en la sed del tiempo: eco del resplandor junto
a la hoja que mece el viento, cristales de la puerta alucinada
del recuerdo, manos en bocanadas de sueños, rostros sin rehusarse
a la hoguera de los días. Guardo en la página pétrea del aliento,...
ECO DEL RESPLANDOR
Y así vamos de mares y de orillas
al límite final que nos espera.
EUGENIO FLORIT
Todo es hondura en la sed del tiempo: eco del resplandor junto
a la hoja que mece el viento, cristales de la puerta alucinada
del recuerdo, manos en bocanadas de sueños, rostros sin rehusarse
a la hoguera de los días. Guardo en la página pétrea del aliento,
las manos que obedientes, compartieron manos, ires y venires
de las aguas hasta la orilla, ires y venires hacia dentro donde
no cuentan los sonambulismos. ¿Cuánto duró la luz, la mecha
del ocote? No lo sabemos, porque nunca abrimos las edades inefables,
ni subimos al barco con los poros abiertos. No lo sabemos:
hay ecos como cerraduras que jamás pueden abrirse;
hacen falta llaves, engrasar los golpes desabridos, conquistar
irrevocablemente las campanas, guardar el tiempo para respirar
en un momento las lejanías. —Recuerdo, de pronto,
tantas cosas irreales: el bosque de espectros en las esquinas, el telar
de la saliva sobre las pupilas, el claroscuro de una canción mientras camino,
a solas entre los árboles. Recuerdo. De un lado,
las sombras de siempre; de otro, los nuevos tiempos que atraviesan
con cierto desdén el calendario. Hay ecos de monedas cayendo
en los tragantes, caricias demasiado frágiles para asirse,
luces mortecinas, ahora bajo la lluvia de junio; ojos que emigran
hacia los cadáveres del crepúsculo. Y, aunque parezca paradoja,
todo el resplandor de la memoria y el olvido, está aquí en el espejo
del poema. Entre la feligresía del eco y la propia historia, el barbasco
escarba en el relámpago de este pasar sobre la llaga del escarabajo.
(Ahora que lo recuerdo, las calles escapan a la ebriedad de las ventanas.
¿De dónde el escombro o los niños de la calle jugando a la florescencia,
como nosotros, a la desnudes de párpados, a la caricia alterada,
de pronto del bagazo? ¿En qué huella quedan bien los calcetines,
la sartén de la claridad, los güishtes de la soledad, el olor a escupidas
en la calle? Para alumbrarnos debemos recurrir a la luz natural
de las ventanas: la tormenta quemó en el abandono nuestra memoria;
el poema se hizo chingaste de remotos caballos.
Las aguas saladas han roto el cántaro de la conciencia,
el peltre pronunció luciérnagas oscuras.)
—Debo suponer que hay
un poquito de ajuate en la ventana de cada poro; aún hay ecos
de espeso nixtamal, sombras que pueden verse en su propio destello,
y andamios donde huele el espejismo. Siempre pienso en la esponja
llovida de la piel, en aquellos balcones de ardiente mediodía,
en la sombra que ilumina la ceniza. Siempre me detengo
en la resonancia de laguna palabra: el sonido golpea puertas y paredes;
en el lavatorio, no necesito de sombreros, ni de fósforos:
me es suficiente el desatino de cada gota de agua en los ojos.
Barataria, junio de 2011
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