miércoles, 1 de junio de 2011

ARS MORIENDI


En el silencio íntimo del cuerpo, en la altura del seno como fuente
de los ríos, muero. Es un ir diario, rodeando la hora de las puertas,
el bambú roto en los ojos; es ir dejando, poco a poco, los aromas
aprendidos en el antiguo arte de atizar los odres,...
Imagen de André Cruchaga





ARS MORIENDI




Ansioso de saciarte en las entrañas
del viajador; relámpago del cielo
que amenazas la vida del proscrito
en medio de la mar;…
JULIÁN DEL CASAL




En el silencio íntimo del cuerpo, en la altura del seno como fuente
de los ríos, muero. Es un ir diario, rodeando la hora de las puertas,
el bambú roto en los ojos; es ir dejando, poco a poco, los aromas
aprendidos en el antiguo arte de atizar los odres,
cerca de la sombra, en la desnudez de los templos colgantes
de las sienes. Alguna vez, el desamparo ha sido mi divisa,
y también se muere, por desgracia, embotados ojos y alforjas.

La limosna ha desangrado mis andanzas; los desengaños vinieron a falta
de agua y mucha hambre, vinieron de la región inhóspita del calendario,
del pañuelo que ató desmedidamente la sal. Nadie me dio auxilio cuando
 empecé a morir, ante tanta ausencia, me ha tocado armar mi propio
 libreto: el arte de morir, mente y cuerpo, día y noche.
Pues que se muere todos los días, por eso son necesarios mapas,
ventanas, cortinas, puertas. Al final uno no sabe por dónde saltará
la antorcha de la colilla, el nudo dócil de las sombras rozando los arcanos
 de la lengua. Uno no lo sabe por más bien armado que esté el protocolo,
 los días de unción antes de prender la brasa del viaje.

Son tantos los aleteos que uno termina enmudeciendo;
de las mejillas baja la lluvia para luego precipitarse en la boca.
Siempre guardo silencio cuando la tarde marchita los pétalos
que moldearon mis manos; no obstante increpo los espejismos
en derredor de mi espalda,
en la cama mordida por el sudor de tantos días de petate,
sábanas con olor a sospecha, brasas que al aletear se van apagando
como cirios cargados de cansancio. Para el día que sea, he estado
preparando mi propia mortaja: la metáfora de la sombra
en la memoria de la ventana, aquella desde la cual vi todos los días
el pez verde del horizonte, las aguas termales del sofoco,
los caballos derramados en el deseo, el toro del poniente sangrando
de aguas y tierra. Por supuesto, lavo mis pies cada vez que mudan
de calcetines; de otra manera no podría entrar al firmamento
oculto del camino que debo transitar después que el silencio
me vuelva sordomudo.

Ya me he preparado, sin dolor para esta partida. He aprendido
 canónicamente las lecciones del sollozo, los meses anchos,
absortos, despojados de cualquier eufemismo. La mudanza
es tan cierta, que tienen cabida los incrédulos, los que nunca
se acostaron con la muerte, los que antes de morir anularon
su propia existencia. En los libros nunca leí melodramas de otoño,
ni folletines de violines detectivescos. Sé que no es fácil partir.
Y es que nunca ha sido fácil este tránsito de obligada noche o día.
Nunca. Hay que vivir sin reprimir los epitafios anticipados
que nos asedian, jamás esta sombra tuvo límites perceptibles,
uno los va atisbando en la medida que el calendario burbujea
en la penumbra de las cuatro paredes crecientes del féretro.

Barataria, junio de 2011

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