martes, 28 de junio de 2011

ARPA FÚNEBRE


A veces la música es un silencio de ciegos: crece el arco iris
junto al canto fúnebre de los días; las arpas son fugitivas olas
de los ecos, cansancios del médano en la noche. He subido
a las altas copas del infortunio, sin más compañía que el poema
y los remolinos de la tinta sobre el cuaderno de viaje.
Imagen de André Cruchaga





ARPA FÚNEBRE




Esto que escribo ahora es un minúsculo
ensayo de mi vida,
solamente un intento
de llamar a las cosas por su nombre,…
MARÍA SANZ




A veces la música es un silencio de ciegos: crece el arco iris
junto al canto fúnebre de los días; las arpas son fugitivas olas
de los ecos, cansancios del médano en la noche. He subido
a las altas copas del infortunio, sin más compañía que el poema
y los remolinos de la tinta sobre el cuaderno de viaje. Recuerdo
en las esquinas de las cuerdas todos mis días prófugos, las palabras
que me han servido de pretexto para cobijar los sueños; en cada nota,
la saliva de la herrumbre, los amuletos que nunca me han servido
para encontrar nuevos caminos o enderezar los existentes;
nunca pude hospedarme en las campanas, sino en féretros
y con el agravante de no obtener la absolución para resucitar.

Alguien, además, recordará esta hierba de la noche;
los días que vengan, la ardiente cuerda de las frondas anunciando
verdes litorales; alguien de seguro, encontrará una cama
mejor a la mía y pueda ascender al musgo con el fuego de la alegoría.

Aborrezco esta cárcel con sombreros; mejor debí pedir asilo
a los paraguas, a la caverna que padece la oscuridad sin mayores síntomas.
Caminar siempre entre abismos me resulta ya, familiar
y gratificante: en la almohada atisbo hasta los sonidos más insólitos,
las aguas más hondas de las lámparas, los orgasmos más blancos
del hambre. Ante la lucidez, descubro tumbas, sin ningún equívoco;
la despiadada madera que alucina mi carne, la sal cambiante
de las paredes, las manos hundidas en el linaje de la ceniza.

La música de la lluvia se escucha en el brazalete ciego de los poros,
en el combate que libran las puertas, en el cuartón que mañana,
seguramente será polilla. En cada objeto de mi delirio, hay noches
y fósforos; hay cirios y pabilos, pacientes habitaciones de murciélagos,
estériles piedras cubiertas por la sábana alfabética de las telarañas:
todo en su conjunto forma mis noches y días, el estanque
donde la respiración multiplica los escarabajos, el luto como la fila
del cortejo. ¿Cuánto más debo caminar para hacer sonar una armónica,
la escalera del día sin naufragar otra vez en el tiempo?

¿Cuánta aritmética necesito para descifrar la oxidación del alambique,
el grito ahorcado de la ceniza, los huesos del crepúsculo, el alfiler
de la ponzoña? Hay días donde ya no caben las arpas, ni la imagen
fúnebre de la mesa sin mantel, ni el pantalón con el infortunio
de un cuerpo cansado. Hay días que se cansan los zapatos
de ser sepultureros; hay días donde los cementerios se vuelven
espectáculo de domingo: uno se cansa del tamaño del insomnio;
muerde la hoja del desvelo cada una de las gradas del regazo,
cada una de las fosas que arrebata la nostalgia.

Barataria, junio de 2011

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