Imagen cogida de la red
ROCES CON LA ARCILLA
Huele
mal toda la carne del ahogo, el dolor pantanoso del polvo, la absurda
neutralidad
de los ojos, y la pureza de los embriones frente a los bisturís
ciegos
de lluvia. Con los golpes alargados de la tempestad.
Dentro
del ojo los perennes roces con la desairada risa de lo extraño.
La hiel
de pañuelos vuelve inédito cada uno de los sollozos del tiempo.
Sobre
los pensamientos, los cementerios cubiertos
de
rigurosa pasión; mientras, en el silencio vertical de los suspiros,
crece
la hamaca de las miradas con un dolerse de kerosene entre el eros
de las
tumbas. Sangran los croquis del luto.
Sangra
la eucaristía del viento y ese prontuario de exhumación de sueños.
Más
allá de esos rugidos sin sentido del cielo, uno siempre gime en las pupilas.
A veces
es exhausto el enredo de la jaula y adusta la saliva.
Se
llega al punto de amurallar las vigilias y las canastas amarillas
de los
gestos de los cadáveres, y la carcoma del aguacero en las ojeras.
Nunca
he sabido que tengan piedad las telarañas del insomnio.
Tampoco
sé si es posible zurcir el aliento, esconder la sombra en una lágrima
entreabierta, quitarle el cascajo de la noche a las sepulturas.
En toda
la nostalgia del barro, el dios sepulcral de los inciensos,
los
atavíos quemados del crepúsculo, la ruda masticada por lo del ijillo,
y el
fuego que nos reclama a la hora de pensar en la aurora de los zapatos.
En
medio de lo informe, este sudor de tiempo con sabor a humanidad.
Barataria,
15.XII.2016
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