Imagen cogida de la red
GOLPE DE PÁJAROS
Los pájaros de la lluvia
picotean los trigos de los charcos.
Juan Larrea
Es
cierto, en una y otra cerradura hay vestigios, miserias, esperas, sonidos. Hay
una gota de mi llanto colgando de la rama de la indiferencia: un cristal de sal
muerde mis cabellos, a veces tienen forma de alas los vilanos, o las plumas que
secan mi cara, el harapo sordomudo del tintero. Cada día proliferan los
asesinos y escasea el superávit; me resguardo en la solapa de la cresta de los
pasos a desnivel, allí, donde las espinas inicuas, enervantes, tiran sus
panfletos. Hay golpes de pájaros como la
soledad de los brazos, sin decoro, sosteniendo lo irresistible; en la desnudez
nocturna de la espera, la boca parpadea de piel como una hoja arrebatada por la
infancia. Cuando cae el río del cierzo sobre la mesa, las descargas
desenfrenadas y diabólicas de los minutos: todavía duermen los analgésicos en
el mingitorio seductor de lo sulfúrico; sobre el deseo animal de mis ojos, la
campana despereza su evangelio para ensanchar feligresías y limosna. Después de
todo, los pájaros se asoman a los postigos, a ese amarillo mortecino de lo
extraño, al ronco crujido de la luz en desbandada. Tal el agua o el olvido, la
sangre agitada de los ahorcamientos, el columpio peregrino de la saliva, el
cielo olvidado de las brújulas jugando a rasgar los poros. Cabalga el péndulo del
sexo en su llanto de reloj peticionario; soplan y caen los epitafios de las
plumas, el paracaídas en plena zafra, las bisagras de las sábanas o los
pañuelos, el paladar hondo en las tumbas arrasando con todas las quemaduras de
las pústulas. Siempre el magnetismo detiene mi desenfreno, el ahogo de la
tierra invisible, los estornudos y su muda solfa, el nómada gris de los
prostíbulos, las bocas mordiendo los rascacielos de esos pedacitos de carroña
del hambre. En medio de todo ese golpe de pájaros, los largos interrogatorios
de las salpicaduras de los zancudos; ese volumen migratorio de los pétalos
sobre la isla geométrica desdentada del ombligo. Me uno a toda esa pirotecnia
de las jarcias y la piel, al mundo suburbano de los hangares, a ciertas
fosforescencias procreadas por los abanicos del metabolismo. Ya he visto lo
suficiente para entender este trópico de disfrazados paraguas y tombillas; el
tabaco verde de la desnudez gotea dentro de pájaros sumergidos en el horizonte de danzas
degolladas. Cada quien muerde el ojo de la brasa y sus posteriores
derivaciones. Mientras trepa el vapor de las aceras, es necesario quitarle las
espinas al follaje, saltar sobre los viejos susurros, morder la dureza húmeda
de los párpados y los ovarios. Uno se harta de duplicar los jirones del papel
empaque cegado de las lágrimas, el escalofrío de los candiles sobre el techo,
la agonía de caer en la frondosidad de cobijas de un hospital. Claro, hay que
apresurar los pies, para cogerle el ritmo a la mortalidad, morder la bestia del
rumor y las oblicuidades de la tribu. Me he vuelto, en cierto modo, consultor
de cuchillos, de alfileres, de ostias, de ajos, de cebollas, de fragancias como
las del viento en su trama de no tan claro alfabeto. Ahora pienso en todos los
caminos de Homero, en los dioses funestos de piedra y martillo, en los dioses
que se robaron toda la alegría. Yo un humano cualquiera, copulo en mi propia
herida: sobre el pecho se abre el territorio mineral del semen, las
excavaciones de la muerte, las herramientas abruptas de la ternura. Al museo de
las entrañas le extraigo la botella de mar de los suplicios. Todo acaba
pobremente en el incendio de la sed: la prueba la tiene el puñal de caballos
sobre el aliento, el surco de huesos en donde camino. Al final, no hay nadie,
sino la puerta oxidada de la perpetuidad. Respiro y me largo como una campana
de ceniza.
Barataria,
31.VI.2016
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