Imagen cogida de la red
VIVIMOS Y MORIMOS EN EL
POEMA
A
menudo el poeta (y lo hago desde mi experiencia), tararea ciertamente las
monotonías del tiempo: pienso en una cabuya de esperanza para combatir lo
adusto de las telarañas. Esa voz, desde abajo es la voz honda, abisal del
aliento. No sé si alguien entiende los pataleos de los yaguales de la otra cara
de la moneda: un día somos y no somos y picamos la sospecha con una lezna de
suspicacia; hay escenas de la vida diaria que nos piden auxilio, nos damos
golpecitos de pecho y con ello creemos que logramos una gota de eternidad, o
quizá la salvación entera. Desde el fuego voraz de los enjambres, los tatuajes
en los párpados, los deudos que se nos vienen de bruces hasta que eclipsan en
el musgo. Siempre estoy, tal cual lo dice el poema, haciendo reminiscencias,
bajando hasta las escamas del subsuelo, ardiendo en silencio junto a tantas
avispas. Arde toda esa sal de las cucharas untadas de eternidad; vivimos
sumergidos entre petates de miedo, entre sepultados candados e inocencias. En
la cuenca de los ojos habita, por cierto, un sinfín de incendios y esas
espuelas de frío que tallan los costados. Ignoro si existen límites para esta
antigüedad del desvelo, si madura esta piedra de eternidad, o cae en la ficción
de lo inenarrable. Siempre me limito a escribir desde mis circunstancias: entre
vahos y horror, la efusión sin remedio de ser víctima. Uno lo es ante el poder
omnímodo, uno lo es frente a las vitrinas de las relojerías, uno lo es mientras
no hacen efecto los analgésicos: vivimos y morimos en el poema y no como una
cuestión que tenga que verse necesariamente trágica; vivimos el aquí y el ahora
del poema entre los escupitajos que nos
avienta la historia, entre un arcoíris con moscas, seguido de dientes y
deletreo de insomnios. Siempre un regresa al armario de la memoria, y al
sombrero de copa de la sombra, al matapalo, o al siete pellejos, a los golpes
regados en tantas fotografías. En medio del alboroto del alfabeto, no sé decir
mayores cosas, a las cosas que siempre digo: siempre despercudo el entrecejo de
cada uno de mis poemas, siempre tiro una atarraya de miradas a las esquinas. En
cada nudo de recuerdos, la camisa prestada del crepúsculo o del alba; el bastón
hundido del tiempo en la penumbra. Conozco el filo cavernoso de muchos
alientos, y los bisturís adheridos a las fotografías. De pronto me da por
olfatear los platos servidos de la deshora: siempre huele mal la puerta abierta
de los burdeles, los rezos alrededor del cerco de piedra. Un crucifijo no me
sirve de corbata. Tampoco me sirven los mecates de espuma los litorales.
Supongo que es tarde para mi voz, tarde para tanto tiempo de hojarasca, tarde para
teñir el alma y darle nuevos bríos a los cabellos. Tarde para quitarle las
ojeras a los ojos del poema y hacerlo breve. Aunque en la única brevedad que me
reconozco es en la vida. No sé si pierdo o gano. Después de todo me queda el
poema, no los tapices. Del vasallaje me desligué antes de entrar a mis primeros
años de rebeldía. Entre un respiro y otro, mojé rotundamente, mis palabras y mi
mundo. Los pañuelos entendieron de las turbulencias, pero también celebraron a
la flor y al pájaro. Dormido, siempre estoy comenzando la batalla: ojalá
retorne a las ventanas. Ojalá el poema no sea otro mundo olvidado donde solo
prevalecen las tonterías. En la puerta del monasterio dejé amarrados todos mis
prostíbulos…
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