Imagen cogida de la red
HABITADA FATALIDAD
Habita
en los ojos el luto y sus ardimientos de infundada alcancía. Su regazo.
En el
alarido en desbandada de los murciélagos los tantos rostros
de la
memoria y su incierto ronquido de paredes flageladas.
Cada
día es implacable ante la cambiante caligrafía de los aposentos.
Por
suerte uno puede andar con toda la ropa sucia y no pasa nada; al menos,
para
llenar los vacíos de las paredes sirven los periódicos;
las
hojas, las piedras, son para darle compañía a la soledad de estos días.
Contra
todo pronóstico uno acaba mordiendo el ímpetu de la brizna,
y la
cara de mansedumbre de la mosca en los aleros.
En la
cara del viento se multiplican todas las aceras pútridas de la discordia:
yo
vengo de ese pequeño infierno de escapularios, del ruido grasoso
de las
cacerolas y su dominio de hollín arrepentido, y sus verduras
de
agobiados cipreses, y su lenguaje de colmena violenta.
En esta
acumulación de insomnios, el aleteo nos parece un resplandor.
Mañana
es imposible, salvo las atrocidades de algún desvelo coagulado.
Hoy,
avanzamos, pero ¿quién tiene las llaves del sinfín, las nuevas tarifas
funerarias
de la desesperación, el otro ojo alrededor de los jirones
de
piel, quién puede ahora suturar o pespuntar el paraíso?
Aúlla
el sedimento de los retablos o de los retretes a la hora de recordar
la
alegría; entre un promontorio de espejos no existe ningún misterio.
Sea
esta boca la que calle tantas cadenas destempladas alrededor
de la
estampida: sea cruda la marcha y dolorosa la luz…
Barataria, 2016
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