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MARGINAL DEL HOMBRE
También en el litoral del aliento
discurre el tiempo, aunque frente a la arena,
sea otro grano rezagado que se
pierde en la ínfima mosca del oleaje.
En la conciencia discurre lo
agridulce de las intemperies, la mirada que sacude
idéntica a un ventarrón, el ojo
también que nos petrifica.
En el cenicero, el montoncito de
palabras, como colillas salpicadas de granito.
Cada calle, o sombra, anuncia o
advierte sobre los fragmentos de infierno
que nos sirven de espejo y en el
cual escribimos las aguas servidas del sueño.
Ignoro si tienen sentido las alas
al igual que el olvido, las lagartijas ciegas
que huyen de la claridad, las
carcajadas indiscretas como astillas impacientes
en los costados: sé que las
fauces del reojo tienen un filo de terror,
igual al tiempo amarillento de la
penumbra.
(Uno vive esa doble cara de los relámpagos y hasta los dientes del
morbo.
Uno llega a conocer las arrugas de la ceniza, las palabras fruncidas
detrás
de cada mueca hasta ser fosa u orilla. Cada vez nos hundimos en calles
que nos desprecian y en alianzas de espuma. El sesgo alza sus absolutos.)
Esta jungla resulta imposible
cuando se ha convertido en fotografía diaria.
Claro que las aceras ascienden
hasta el juelgo; uno acaba siendo parte
de estas hostilidades, de la
efusión nerviosa del smog, y la falta de liquidez.
—Usted sabe de lo que hablo. Sabe
del mechón envejecido de los candiles,
de esos niños que esbozan el frío
y no tienen otra cosa que ver,
sino la propaganda y las paredes
sucias de la otredad y la mugre de la nostalgia.
Barataria, 18.I.2016
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