Imagen cogida de la red
LUGARES
A veces pasa un gato sobre el
tejado: queda la sombra o el ruido en una especie
de letargo, casi como una brizna
en la ventana abierta, el maullido de herida
y relámpago, a la deriva en la
escalera del insomnio.
En el mundo galopan sordas bocas
y orgasmos en medio de la niebla de ciertos amuletos: hay aves de rapiña,
también, en la sal de la almohada,
en el país imaginario donde todo
es sombra.
Comenzamos con las llaves
prenatales de las catalnicas o loros; (todavía
existen —supongo— personas cálidas, sin las entrañas oscuras. Muchas
resplandecen
en el paraíso de la inmolación, en las llamas del gran océano de
las antípodas.)
Uno no puede fiarse de los
espejos que cuelgan de los mingitorios, ni del rollito
de ajos sostenido de la
viga del tabanco, ni del espantapájaros del aliento
alrededor de la decrepitud
de ciertos burdeles.
Uno, en fin, no puede fiarse del
historial de la realidad y los deseos: la razón
es sólo otro cadáver exquisito de
la subconsciencia, entre tantos cadáveres
pálidos e ínsulas de atroces
sartenes.
A la sombra desmoronada le
suceden retorcidas bocas de cántaros y cuchillos
de un grito inmenso. Sobre la
mesa, los platos sucios como olvidados ataúdes.
Después de tanto caminar a la par
de muchos sepultureros, uno termina
muriendo de zapatos, de luz y de bisagras
improbables.
Alguien termina sin ropa,
mientras le quita un sorbo de esperanza a un grifo.
Otros huyen de este abismo
después de cortar de tajo la yugular.
Barataria, 15.I.2016
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