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AGUJEROS DE LA HERRUMBRE
Supongo que uno se lanza a la
vida a perseguir olvidos, a escribirle apostillas
a la soledad. En ello, —supongo,
también—, tropieza uno con los agujeros
de la herrumbre con ciertas
necesarias cuadraturas, con esa memoria a plazos
de los empréstitos, —la vigilia
nos hace pertenecer al mundo del recuerdo
sin decirnos a cuánto equivalen
las impurezas, ni las pulsiones
de la inconciencia. El tiempo es imperdonable, es imposible y
torpe
en la intemperie: nadie espera
que corroa tanto. Nadie que sobreviva
a la entraña rota de los
cadáveres insepultos, a ese otro lado de la historia.
(Uno cava cementerios como países y continentes. Son perfectos los
despojos
en las tumbas, los vívidos y desasidos recuerdos, ese sonoro
verdor del césped
que vuelve innombrables las sonrisas.
El brócoli a punto de perder el verdor de los minutos.
El duro polvo de la piedad apasionada en su horrible sombra
dolorida.
Alguien pasará a la historia después del fervor de un orgasmo:
alguien pedirá
tregua después de tantos días imposibles de arrebatos irrefutables
e intrigas.
Uno lucha contra toda la rebeldía posible de las ventanas y el
maldeojo.)
Tiemblan envejecidos los agolpamientos
de la herrumbre: en el olfato descendido
de los muelles, el color a quemado de
los hierros, su forma cierta
y desparramada de látigo. La
esquina trasegada del ojo.
—Jamás entenderé a ciertas
conciencias cuando el trote es desigual y roto
en claridad, cuando ha vivido en
el resquicio de las sombras.
En realidad, no me interesan los
resoplidos del glamour, ni el newsletter,
a menos que fuesen un aserradero
o, en su defecto, una carpintería.
Barataria, 2016
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