miércoles, 7 de noviembre de 2012

LA PALABRA

Imagen tomada de miswallpapers.net





LA PALABRA




Y el guerrero, sobre ellas inclinado,
JOSÉ MARÍA HEREDIA




La palabra se hizo de los sueños, de los sagrados escapularios del viento,
de la vida del pedernal que lamió el barro, del mendigo entregado a su herida:
así hablaron las estatuas, las raíces y las antípodas. Así el mediodía alcanzó
estatura,  y los cuadernos empezaron a ser mazorcas —arados de la luna,
luz en la boca —y también, sopor de la ternura y caballo de espejos.
Desde entonces se nos queman las manos —surge la Patria como un inmueble:
volcánica harina entre un vendaval de dientes —sed de tapiales, muros
sobre la sed goteando en la garganta
                                             —puños de rabiosa ceniza, tribales fémures.
Desde entonces las cerraduras se volvieron párpados
 y se pudo llorar en la lluvia,
y soñar en el lindero de los pájaros —en las sílabas del aire con otro destino.

La claridad en ella guarda hangares de secretos ritos y el fuego de la niebla.
Los relámpagos son su hoguera
—carne labrada en afiladas piedras, saeta del ojo.
En el momento de los sueños y el tiempo, coloca su figura en los ojos,
espejo que superpone y alude a los primeros crepúsculos de la ambigüedad
—calles a veces reverberando de bultos,
                                     palabras como pipas al óleo en pequeñas barcazas.

Una campana de aire disuelve las sombras. El mar unge las sienes y avienta
ecos a nuestro planisferio —ráfagas de luz cambian el rumbo de la vida, corona
de granito sobre balcones, relojes removidos por el cierzo, horas de respirar
la propia piel, el pulso de abrirse en el vientre
                                                                            [—cumbre tibia de la palabra misma.
En el claustro del cuerpo existe
—ayer, hoy, mañana, amanece su vela con forma
de cámara —pantalla donde la herida escribe el poema sin violines hasta palpar
los mangos eléctricos del deseo —las mariposas y los gritos
                                                                                                  [irreales de los naipes.

En cada lugar tuvo su cocina. Hace miles de años fue   azul siniestro en las cuevas —miles de años de confusos candiles, trueque de espejos
                                                                                                 [y cabellera de alabastros.
Se izaban corceles; en los huesos la mitología se hizo evidente —sortijas
de nebulosas postales, ciervos en postreras lanzas,
crayolas de vertiginoso sueño.
Las sombras y el agua oscura dejaron sus cortinas. Tras flechas de azabache
el sol partió las aguas en el pecho y se llenaron los ojos y las vasijas de vocales.
El horizonte mostró “la noche boca abajo” y el deshielo de los dientes. El cielo
es ese bosque que tenemos
—alfabeto del viento en el oído, huella de la sed.

¿Qué historias nos cuentan hoy los zaguanes insomnes del desvelo? —aguacero
de lenguas en una sola jarra: aserrín donde crepitan gavilanes y goterones
de siniestro augurio. ¿Qué vestidos se ponen las cruces con su madera endeble?
¿Qué invasión desmantela las raíces y se vuelven artificios pirotécnicos?
Sobre las hojas del tabaco y sus aleros el chirrido de los rostros
—bahías
de lebreles, conjuros en el guante del acecho,
borrosos ventanales de la espuma.

En los armarios  tiritan las palabras. Aquí no sirve el saxofón de las ventanas,
ni proyectar la historia en smoking —la soledad les duele como las garzas
blancas de la luz, como un talud de frío sin poder hacer su strip-tease.
Aquella noche del fuego la brea abrió el azogue de los muelles y las armaduras;
abrió el túnel de los gladiolos
—la alegoría del pedernal se hizo destino.
Y el labio un lápiz de abierta claridad
—claridad que impermeable, abraza
                                                   el pupitre de los girasoles
y los escaparates azules de las sienes…


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