Callado. Callado. Con mis ojos firmes en la noche. Callado. Callado.
En cada noche estrecho mi propio grito. Lo abrazo como el tronco
oscuro que me habita, como el ala rota del tejado.
Entro a lo hondo de la madera, a la raíz flotante del barbasco;
ahora que la oscuridad se llena de blancos, me ajusto al poco
de la hostia, para platicar con las estrellas arrancadas de la marea.
DESALIENTO DEL PECHO EN EL DESIERTO
There's a slow train rumbling east of a place called Eden
Ah, the wind blowing in proud as the trees upon the plain
And a stranger's voice talked to me of liberty and freedom
Yeah, it seems like he done gone wrong again
And he wears the hat like shame…
EAST OF EDEN
Callado. Callado. Con mis ojos firmes en la noche. Callado. Callado.
En cada noche estrecho mi propio grito. Lo abrazo como el tronco
oscuro que me habita, como el ala rota del tejado.
Entro a lo hondo de la madera, a la raíz flotante del barbasco;
ahora que la oscuridad se llena de blancos, me ajusto al pozo
de la hostia, para platicar con las estrellas arrancadas de la marea.
El reloj se abre con caminos fúnebres de desierto:
hay poemas que miden el dolor como se haría en la repetición
de un endecasílabo, en una lira o una décima;
un pecho aterido es más profundo que el infierno. Un tren siempre
es como un suspiro en la soledad de los rieles
donde el pan y las palabras son durmientes.
Siempre me mareo cuando tengo de visita al granito: todavía hay
calles con enjambres de piedras, con bostezos y alfileres:
jamás me acostumbro a las bancas vacías de los parques; siempre
me gusta platicar con la levedad de las hojas, con ciertas tristezas
que sajan el pecho como un hábil cirujano: nunca fue fácil el cielo
para encumbrar los barriletes, ni tener de columpio la alegría: ahora
es un objeto de lujo, escaso en las grandes metrópolis.
De vez en cuando me imagino escenarios con césped,
en la soga de la espera me vuelvo señuelo
de tórridos costales de yute,
chapoteo de arenas movedizas, —en el pecho siempre hay desiertos
donde a pesar de todo se vive, aunque las manos se pierdan
en la dunas, en la indiferencia que corta la garganta.
La boca declina cuando no tiene anfitriones: el árbol de mi voz
medita al pie de los cactus, deambula en las piedras del verano,
muerde el oasis de los harapos, rompe el espantapájaros de los juguetes,
cuelga de la vasija imaginaria del alambique,
libra las batallas más atroces del vitral, en medio de espinas.
Siempre duele la tierra de la espera,
el agua del poema que no alcanza a lavar los brazos,
el antro donde se aprenden cataratas, la esquina aludida del vértice,
sin la vellosidad cavernosa en el entrecejo.
Todos los días de guardar me producen desaliento: de pronto es tocar
la flama sin el sonido que aligere las palabras,
el hipo de los inframundos,
el huracán arrasando con el aplomo del calendario, de los zapatos.
En todo este desierto busco mi propia linterna: no quiero espejos,
ni cuchillos, ni centinelas que lancen conspiraciones,
ni perros amaestrados para buscar cadáveres,
ni entrañas agitadas por el asco: en realidad, no necesito mucho,
sólo saberme vivo para explicar mi propia muerte, —lo demás es ganancia,
en este bramido del hartazgo…
Barataria, abril de 2011
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