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CABALLO DEL SIGILO
Pese al sigilo, los cascos patrocinan el delirio echado a las calles: suenan tijeras y alacranes, la sangre que propicia la noticia. Siempre me toca morder la escritura de las sombras y sudar la mutación del cujinicuil encubierto de espada victoriosa frente al punto cardinal del horizonte. Hay más obsesiones que realidades consumadas en la flor milimétrica de la saliva; en la cicatriz, adentro, sepulté los espejos quebrados del cuerpo entero de la sal derretida en el recorrido de las aguas derramadas. Siempre me cuidé de no hacer ruido cuando el altar de la noche golpeó mis latidos, cuando el ángulo obtuso, rompió los boleros de la propia simetría. (Aunque siempre la voz es la misma, nosotros nos dispersamos en la rama del abrazo, cuando el invierno nos perdió en su tempestad desolada, grabó en los retoños la historia, hasta convertir al guijarro en intrincada enredadera. Las lámparas de hoy ocupan la transparencia y no el ritual doméstico del cuervo.) Hoy, pues, cabalgo con sigilo, no sea que los brazaletes de la depredación se dilaten en mi lenguaje hasta el exterminio, no sea que quede soterrado en el graznido del agujón donde permanecí prendido durante demenciales tabancos. Por lo demás, siempre trato de sortear, es decir, de apartarme de los puños cerrados, de aquel bacanal de abanicos que le dieron oscuridad a la hoja en blanco del cuaderno. La suerte está echada, aun entre los páramos que todavía perviven como otra boca en medio del naufragio, como otro escombro en el acantilado del ímpetu.
Barataria, 17.VII.2012
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