Imagen cogida de la red
COFRE
Para cualquier eternidad, los
eclipses y sus tropezones de desahogo.
El mundo aquí es una suerte de
inocentes oscuridades: en tanto vacío cava
la desnudez su sombra, el
deshielo del espejo,
todo lo exhausto e implacable que
tienen las esquinas de los rincones.
Hacia el fondo me arrastra el
infierno de los pensamientos, esa poderosa carcoma
de tumba afincada en los
pies. Sobre los cuatro abrigos de la pared,
pululan los trapecios de los
párpados.
Uno nunca termina de entender la
piel oscura de los sombreros, o la oblicuidad
de los ijares pegados a la boca,
o los muchos paraguas licuados con los dientes
de la lluvia: cuántas veces abro
tu dentadura, la cerradura de tus mares,
el bar insólito de las pulsaciones,
esa respiración de pan desvelado.
De la historia siempre guardamos
con sigilo los sellos postales, aquello
que nos hace cabalgar, o nos
atrapa en la bañera y recordamos el lenguaje
de los pañuelos, sin muchas
especulaciones.
—Del cofre, el desgaste
insaciable de la madera, los días de excéntrica precocidad. Después de todo, la
realidad no es un juego, sino una sombra
en los calcañales, una frontera
con cerradura y con muchos cansancios.
Ante la gravedad de los
ardimientos, me vuelvo poseso de ciertas convulsiones
encarnadas en el espinazo de la
conciencia. Aquí no se ven las grietas
de los barcos, ni la condición de
olvido de tanto suicidio. (Sólo me quedan
los recuerdos sobre el alambre de pez de la lengua.
Sólo vos, concéntrica, en el silabario ebrio de la construcción
del parpadeo.)
Barataria, 01.VIII.2015
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