lunes, 19 de septiembre de 2011

RESPIRACIÓN DE LA FECUNDIDAD


En la harina de la llovizna, las hélices liberadas de los paraguas,
las espigas toman su hogaza de firmamento. Las campanas
se acomodan a los nombres, saltan los fermentos derretidos.
Imagen tomada de Miswallpapers.net




RESPIRACIÓN DE LA FECUNDIDAD




En la harina de la llovizna, las hélices liberadas de los paraguas,
las espigas toman su hogaza de firmamento. Las campanas
se acomodan a los nombres, saltan los fermentos derretidos.
Sobre los nuevos tiempos, se ha desterrado la ceguera;
cada quien descifra los trenes de su propia respiración,
cada quien porta lámparas o cementerios, —aquél árbol,
por ejemplo, gira alrededor de las funerarias en invierno:
yo, en cambio, debo respirar los vuelos amanecidos en la almohada,
alumbrar la pizarra de los pájaros,
caminar en el sinfín del surco, deshacerme del peligro.

(Hay una mujer sentada en la chimenea de los trenes: quiere
el calor de los confines, el faro de ultramar que esconde el océano,
divaga frente a la espuma,
duerme sobre la escalera de los sueños,
hace gaviotas con la sal de la intemperie. Suspira mientras
el ojo deshace el horizonte, mientras las cejas picotean los meses
del sembradío, los teoremas del aliento, la peste de las cerraduras.)
Nada me detiene ahora que llegó el tiempo de sembrar
sin ataduras, ni canículas de vanos vitrales;
en cada hoja, sostiene la respiración su equilibrio,
y me fío de la intuición, salvo que la luz cambie de raíces,
salvo que la linterna haga visible sus falencias y haga de la linterna
un surco de cavernas.

Ha llegado el tiempo, río adentro, de consumar el azúcar
que asoma en la tierra, de salvar el fuego de las semillas
en la tinta del cuaderno. De hacer del viaje, plana transitiva
para que la semilla no corra el riesgo del despojo,
ni la ficción del estupor frente al abismo, sea indigencia revivida.
Debo salvarme de la herrumbre de las viejas banderas;
la sordidez todavía se disfraza de indigencia, no hay luz que alumbre
el aliento al amparo de oscurecidos litorales,
existen, en medio de la fecundidad, albedrío de moscas,
poyetones ebrios de hollín, consignas de corazón abierto que apuran
la faena: la próxima estación no sé si tendrá alas,
si resucitaré en el costado de las aceras, por mera coincidencia,
si la boca en otra piel alcanzará el tránsito debido,
si la sangre ya no hurgará en los adobes impuros de la neblina.

Sin embargo, algo me dice que debo fecundar hasta los aleros
sin olvidar que hay sombras de arrogante azogue que pululan
ungidas de secretos para vulnerar el costado.
Pero ya en el trance nadie me detiene: soy yo, sin sofismas,
el que cabalga sobre el pubis de los astros, más allá de cualquier
espejismo fortuito, con la respiración que aprendí en el viento.
Soy yo, desoyendo la lección de las catacumbas.

Barataria, septiembre de 2011

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