jueves, 1 de septiembre de 2011

ÍNTIMA LUCIDEZ DE LA VENTANA


En la íntima lucidez de la ventana, la costumbre insobornable
de mirar hacia el horizonte; puede que no sea siempre,
pero sigo aquí, dejando que el ojo sea el testigo de cada momento
colgado del paraje. Aquí han transcurrido las semillas
de la noche, ciegos árboles con tedio, harapos polvorientos
en el alma, áureas reminiscencias del tiempo que abriga...
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ÍNTIMA LUCIDEZ DE LA VENTANA




Tanta sorpresa se agita en su copa de bastos.
Tanta alegría y tanto dolor secreto.
NANCY MOREJÓN




En la íntima lucidez de la ventana, la costumbre insobornable
de mirar hacia el horizonte; puede que no sea siempre,
pero sigo aquí, dejando que el ojo sea el testigo de cada momento
colgado del paraje. Aquí han transcurrido las semillas
de la noche, ciegos árboles con tedio, harapos polvorientos
en el alma, áureas reminiscencias del tiempo que abriga
mi propia demencia: alguien inventó los sueños para andar
sobre los ríos, las diversas edades de la ceniza calan con su voracidad
crujiente, con esas telarañas propias del crepúsculo.

Como todo, mis razones abominan esta miseria que se cierne
como el alba: el humo horada la costumbre de ver a través
del espejo las esquinas del pañuelo. Sin duda es casi solemne,
—desde aquí— retroceder en el tiempo,
lavar ojos y pies en el lavabo de las jerarquías de la noche
o el día, devolver la ternura a la hora de la comida sin la estrechez
de los manteles. Debo pensar en la extraña flama de los féretros;
cada nombre en la voz, se ha ido haciendo tierra del tiempo,
distancias próximas a la barba, azogue de poros colgados
de las ventanas; y es que, todo esto pasa por mi mente
—de principio a fin—como el péndulo que oscila en la penumbra
y luego brota, testamentario, en el alba.

(Siempre esta intimidad ha estado hecha de huellas manuscritas
en el polvo, aún así, se ha profundizado en el pecho
esta honduras, frío ceñido en el hierro de las aldabas.)

De otro modo, cuando la meditación se abre al resplandor,
viene lo pétreo, despiertan las hojas amarillas de los sentidos,
el cuerpo abierto a la nostalgia, a los días segados
por los tejados que se ven desde la distancia.
Suele pasarme todo esto frente a la lucidez de las ventanas,
en el umbral, la demencia del firmamento, el almacén de las hojas
cayendo, la luz rasgando las pupilas, a veces la simplicidad
de mariposas que surcan las paredes de la demencia.

A la claridad breve que se cierne sobre mis sienes,
le siguen los caballos oscuros del pensamiento,
las monedas sin bolsillos, o los bolsillos sin monedas suficientes
para no ensordecer frente a mi rostro. Así que,
escribiendo el poema, miro todas las formas posibles de nube
y tierra e intemperie; siempre juego a los domingos,
aunque concluya en el galope de las esquinas, despojado
de transparencia: al final, ésta es más dolorosa que cargar
sobre los hombros, un ataúd de cansancios y recuerdos.

Barataria, septiemre de 2011

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