Este es el río donde nace el abandono: los días tañidos
por el comején, el vívido semen de una guitarra encuadrada
en el marco de la soledad; cada vez se pierden las semillas
en mis manos, la madera rota, arrastrada por el filo del abandono.
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EL RÍO QUE NACE: ABANDONO
Para el oscuro ardor de tu osadía
No encontré malla, escudo, ni resguardo.
CARMEN GONZÁLEZ HUGUET
Este es el río donde nace el abandono: los días tañidos
por el comején, el vívido semen de una guitarra encuadrada
en el marco de la soledad; cada vez se pierden las semillas
en mis manos, la madera rota, arrastrada por el filo del abandono.
Río abajo la boca quemada por las aguas, esta perpetuidad
del vinagre en el ahogo del pañuelo, aguas removidas por la sal
eléctrica de este cuerpo que se pierde en medio de tantas piedras.
Ahora esta destrucción es casi oficio, ráfaga, bóveda
de sombras, por donde anida la sombra sus propias constelaciones;
ahora tal vez, es más cierta la memoria
en la noche, la yedra que repta hasta el filo del candil,
los espejos descendidos,
el señuelo que lubricó mi propio vértigo.
—(Confieso que en la negrura he apretado las manos; he mordido
la piel de la hojarasca y saboreado la herrumbre de la caverna.
He borrado el papel crespón de las campanas,
todo aquello inútil que anegó, sienes y cabellos y montura;
el abandono tiene su propia luz centelleante, invisibles transparencias,
laboriosas hamacas donde, también, juega el artificio como en la vida
real, como la materia que urde su propia brizna.
Aquí de nuevo. Ya otras veces saqué las llaves del naufragio,
bebí el delirio y adiviné el sonido de las piedras en el agua.)
Ahora no sé cuánto dura una lágrima en el pañuelo: cuánto
los fragmentos de lo que ganamos o perdemos,
el verdadero rostro de las palabras en la boca,
la manteca de cuche en la cacerola sin disolverse, los yerros
del espejo frente al mar de los labios; existen tantos abandonos,
pero todos me parecen pantanos; ninguno me da aquella boca
gimiente de los abedules, el alto paroxismo del eucalipto, la sombra
del almendro, en los pies cansados de semanas.
Y sin embargo, me quedo en lo ya conocido: caben mis manos
en la cueva del cangrejo;
cabe el desastre en el tarro de mi locura, los muros, los calcetines
a punto de hundirse en la arena. Todo se vuelve destino en el aire:
las sombras, la nostalgia, el envés de la ceniza y la muerte.
Olvidé que viví entre el miedo y el deseo:
es corta la piel en las profundidades del agua, limo de siempre
en el magma descendido de las begonias.
—(El final de los ojos siempre es lo yermo: otoños de olvido
en el rostro, taladros de orina en los andenes, memoria clavada
a las sombras. En el río que nace, violines habitados por el cuervo
de esta noche angosta de adviento.
En la herida, los pinares impacientes de la tortura, el telón
duro, quitado, para la nueva escena…)
Barataria, agosto de 2011
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