Cielo hundido el vértigo del azar, cadáver volátil sin arco iris.
Estoy al borde para dibujar la propia caída del tiempo: en el pañuelo
del alba, brama la madrugada, también la noche con su desplome.
Imagen tomada de Miswallpapers.net
CONSTRUCCIÓN DEL VÉRTIGO
arrimado a los muros,
a perecer en él, como acto único.
CÉSAR SIMÓN
Cielo hundido el vértigo del azar, cadáver volátil sin arco iris.
Estoy al borde para dibujar la propia caída del tiempo: en el pañuelo
del alba, brama la madrugada, también la noche con su desplome.
También el furor de la alborada, el paisaje de los mástiles,
también la leche negra de las cuevas,
las sastrerías de las sombras, la herrería de los fantasmas,
también los relojes derretidos en la piedra de afilar,
las monedas del amor en el cedazo del beso,
el orgasmo apócrifo de las floristerías, la lengua del cierzo en el chaleco
del horizonte, el papel crespón del carnaval del sexo,
con líneas rasgadas de esperma.
Me siento en el brocal de las lavanderías para desteñir el fuego
de los tendones; bebo la mordida del gemido en el tiesto errátil
de mis manos, construyo en la atalaya del muro,
el alud abrazador de la desnudez del alambique en las pupilas.
(Nunca le he temido a escaleras, ni ascensores por más grande
que sea el pubis donde el cigarrillo acuchilla el humo de las vigas;
ni a las caídas, por supuesto, donde el ansia acuesta las nubes.)
También el amarillo de las vísceras construye mi propio vértigo;
en los juegos de azar de lo humano,
quizá porque en lo humano se pone a prueba la fe,
el niño descalzo buscando la fragancia de la ventana,
luego caer en la ciénaga, cárcava compartida de puerta y asombro.
En realidad hay un sinnúmero de hechos gratificantes:
andar lentamente el hábito de la cruz, soportar el asedio de platos
y manteles, caminar entre cocinas desfloradas, penetrar el himen
con un aire de pétalos incendiarios,
lamer la vitrina velluda de la mañana, y después, escribir
tantos nombres azules como sea posible en el hueco del poema.
Gozo en la cintura del vértigo. En el nicho de la dentellada,
en el estallido del tuétano de la turbulencia:
hoy, siempre hoy, se multiplica el mediodía acústico del torrente,
el moho, a veces, sin evitarlo del páramo, la limonada en círculos
del fuego, en sello postal donde la carne es espejo.
Al final, nada amortigua la caída: el éter de las fotografías es otro
mundo, menos perceptible que las nubes;
el pulso de la brisa, carece de sortijas; toda lágrima es un absurdo
en la aureola de los altares: todo es así, un paisaje diferente
cada día, un filtro de espejos por donde pasea la memoria,
sus cápsulas de añil. Al final, sólo el dolor, la piedra acuñada
en el desván del silencio. Lo demás, es el ojo en el vacío.
Barataria, agosto de 2011
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