Entre luciérnagas diurnas, la mansedumbre del peltre en el trajín
de los libros; es habitual mover las cortinas y palpar los ecos
del espejo con los pétalos del azúcar: todo lo que he amado tiembla
en mis sienes, viaja como el relámpago en los andamios del alma.
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CONTEMPLACIÓN DE LA MANSEDUMBRE
mientras mis ojos se quiebran en el viento…
FEDERICO GARCÍA LOIRCA
Entre luciérnagas diurnas, la mansedumbre del peltre en el trajín
de los libros; es habitual mover las cortinas y palpar los ecos
del espejo con los pétalos del azúcar: todo lo que he amado tiembla
en mis sienes, viaja como el relámpago en los andamios del alma.
Ascienden las gotitas de recuerdos hasta rociar las paredes
de secretos. (Contemplo serenamente el diluvio en mis manos,
los huéspedes que ya no están, el nosotros que de pronto brilla
como un símbolo, los peces sucedidos en las aguas del alma,
aquellas conversaciones boca a boca desafiando el ocote, los corredores
sin fin de la lluvia, el mar inalcanzable del ideal…)
La luz ha ido haciendo manso el calendario; antes fue violento
el parpadeo del fósforo e intransigente la llaga del aliento.
Siempre las luciérnagas relevan los lugares visibles u oscuros;
los días de vértigo, los dejo para el sonambulismo, aquieto
los calcañales del sueño, los espejos condensados del aguardiente,
los días de escarcha que cuentan las aceras,
aquel susurro que mordió mi esperanza en la alta noche del sueño.
Cuando pasa la turbulencia, siempre vienen días de calma:
durante el día se ha perdido el aullido del suplicio; la historia
reacomoda sus almohadas,
el destino siempre es anónimo antes del presagio,
el tren que palpita en las vísceras se hace evidente: el milagro
del pájaro tiembla en la ventana, las mayúsculas que conozco en el aleteo.
Claro que la contemplación no es una cosa inerte. No. No lo es:
he tenido que tragar saliva sobre la roca, beber la intemperie
en guacales de morro, reír en el suspiro anónimo,
trasegar ciertos claroscuros en el poema, en el alfabeto,
en el día de guardar sin pensar en las estribaciones ni acantilados;
antes tuve que meterme en el cajón de la neblina para sobrevivir,
palidecer sin seguro de vida en todas las batallas: hoy llueve
y se transfiguran las palabras:
así comprendo que las tormentas pasan; es un poco, —pienso—,
el ejercicio de los manantiales, la ciencia del pecho que hace posible
diversos momentos, el aliento, por supuesto, que nunca se traduce
en víctimas, sino en un pozo de peces y recuerdos.
Ahora comprendo el faro de cierzo apostado en las mañanas,
la luz desde la altura, sin quebrase en el follaje;
la certidumbre que he erigido en la línea recta de los rieles,
el dolor derribado de la pestilencia, el martillo y los clavos de la noche.
Contemplo, sí, el aroma de mi propio traje cansado,
así contesto al desvelo, así contesto a mi sombra antes de cruzar
de nuevo las mismas calles, las calles de siempre:
las calles que anegaron de lluvia mis hombros y mis sienes…
Barataria, julio de 2011