La dureza de las calles nos acecha, el gemido a la hora de cruzar
las esquinas, El Salvador entre los escombros y la sombra
de miedo, entre saliva y escupida, tumbas vivientes
que caminan como el aforismo que seduce multitudes.
Hallett Peak and Flattop Mountain Colorado
Imagen tomada de miswallpapers.net
INCLEMENCIA
y en mis cenizas mismas ardo helado,
envidiando la dicha de estos ríos.
FRANCISCO DE QUEVEDO
La dureza de las calles nos acecha, el gemido a la hora de cruzar
las esquinas, El Salvador entre los escombros y la sombra
de miedo, entre saliva y escupida, tumbas vivientes
que caminan como el aforismo que seduce multitudes.
(Lo cierto es que nadie sale ileso y absuelto de este algoritmo traumático
del caos y la muerte; nadie deja de ser su propia agonía prostituida,
aunque existan monumentos a la heroicidad y haya gente implorando
en la alcoba de los cirios.)
Nos ha tocado besar túnicas sin ningún recato: besar santos, bramar
sobre la lápida anónima, calmar la sed entre extraños ríos y fuegos,
aullar en las puertas desvencijadas del asedio.
Siento el hedor del falo de los cadáveres, el tropezón en ayunas
de sexos escarbados, gritándole al perro póstumo que husmea
en medio de la carroña: no hay días diferentes a una habitación quemada,
ni mendrugos que cuelguen de las paredes,
salvo el grafiti grotesco del viento, y la letra maltrecha del absurdo.
Cada día que pasa, la caries se vuelve invencible;
duelen los dioses de puntillas con sus escapularios, las ramas
de la noche en plena aurora, las aguas estancadas donde se bañan
las tortugas, el cadáver humano atizado por los moscardones;
alguien cocina estos fuegos desde su boca: gime el pecho, atrozmente
sin tortillas, los ojos vaciados sobre el hocico de la breña.
No sé de quién es este libreto de la barbarie: esta inclemencia
que lame los ijares, el espejo astillado del semen, la abadía desposada
por el cieno, el lirio roto del trueno
en el pleno espejo de la sábana. Todos los días el barranco
y los pelos de punta, las manos en el País de la ceniza, los ciegos
en las esquinas solitarias del crepúsculo, cuerpos entrando a los colmillos
de la noche, al granero macabro de la orina.
(Estamos solos, vos y yo, en este silencio cosido con cruces de vértigo;
solos, dentro del este vaso de extraña salmuera;
no podemos confiar ni siquiera en nuestros propios recuerdos,
ni en la mojarra ofrecida en los muelles,
ni en la hostia que tropieza con nuestra propia sombra.
Consumada está la saliva de quienes nos robaron los sueños, la gangrena
de los juguetes, la piscucha del pájaro en el campo abierto del horizonte.)
Ahora para jugar, tenemos que olvidarnos de los muertos,
saltar sobre la “peregrina” de los cadáveres, desamarrar la línea
del cordel que los ata,
volver a aprender las vocales de las huellas digitales.
Barataria, julio de 2011
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