Aquí, ahora, el deseo tiene nombre: sobre el mantel
arde la lluvia, el zumo de las especias, los ríos bañados
de las ventanas; alrededor de las semillas, el surco que se abre,
la almendra del enjambre, la orquídea diurna en las manos:
las ramas amarradas al fuego. Humedad de relámpagos, ...
Imagen de Magnus Rosendahl
EL DESEO TIENE NOMBRE
Me tendí sobre la hierba entre los troncos
que hoja a hoja desnudaban su belleza.
JOSÉ HIERRO
Aquí, ahora, el deseo tiene nombre: sobre el mantel
arde la lluvia, el zumo de las especias, los ríos bañados
de las ventanas; alrededor de las semillas, el surco que se abre,
la almendra del enjambre, la orquídea diurna en las manos:
las ramas amarradas al fuego. Humedad de relámpagos,
los ojos en la feligresía, el deseo de trepar con el metabolismo
aturdido al entramado oscuro de las estribaciones. También tiene
el sabor de la sartén en el fuego; la cuaresma de los mares
con su música de lentos cangrejos, (todo tiene nombre, por cierto
en la garganta, bajo las escaleras que lamen el crepúsculo,
el reloj en sigilo, el cuaderno poseso de la respiración,
los monumentos abandonados en el tiesto de las aceras,
los huérfanos de siempre, los semáforos que gotean a medias el arco iris,
la sed que emerge después de lamer el panal de las abejas,
éxtasis capitular que no se encuentra en los libros,
ni siquiera en el kama-sutra.) En la cuenta regresiva, desvarío con todos
los nombres del onomástico, inclusive con las vitrinas sordas
de las aguas; en una página no cabe todo el público: el verdor
de la sal en el poema, los dientes de ajo de la marginalidad.
Tampoco salen todos en el chorro de agua de la memoria,
ni permanecen en el colectivo de mi alforja: de pronto se han vuelto
escurridizos, caballos en desbandada, lápidas con hambre de hojas.
Los nombres que pernoctan en el sigilo o la acechanza,
los desechos de mis zapatos; guardo, sí, aquéllos que siendo árboles
no se desploman fácilmente; los que no se ocultan en la pelambre,
ni en el sonido hueco de las paredes. A todos los nombres del deseo
les he puesto nombre: salvo los que tienen que ver con alfileres,
cuchillos y almádanas; los que me sonaron a metal, terminaron
en la combustión del moho. (Tengo nombres desvanecidos y póstumos:
nunca me gustó falsear las estaciones, ni desnudar el tributo
de las consonantes líquidas, quizá prefiera morder el borde
de la espuma, o ensimismarme en la nube del pañuelo.
Hubo en el camino quien abandonó el folleto del aire,
antes de que lo fatuo se hiciera realidad.) Siempre me ha gustado
ponerle diversos nombres al deseo: nombres y deseos me asombran
como los pájaros que aletean en la ventana de la conciencia.
Con todo, el reloj es un pozo primordial donde lavo las diversas
florescencias, quizá los pronombres, los determinantes, los sintagmas
nominales, a fin de cuentas sustituyen la historia, el pétalo diluido
por el orfebre, la lluvia saltando sobre el techo de las vísceras,
las hadas que humean en el espejo, el párrafo de la noche
tan ininteligible como el cántaro obsceno de lo fúnebre. Después de todo,
existen diversos nombres y deseos: yo prefiero ver los ajuares
del rocío en mi cuaderno…
Barataria, julio de 2011
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