viernes, 28 de enero de 2011

BOCAS ANOCHECIDAS

 Los amigos que yo supuse, no eran amigos. Cambiaron la alegría
por sórdidas banderas; ahora comparten sus bocas anochecidas,
el mundo oscuro del cine mudo; se han vuelto espuma de grises
sobre el mantel del alma. Ahora los veo desde lejos,
desde la duplicada instransparencia de los despojos, desde esa
otra dimensión de la vida: la condición humana de lo abyecto.
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BOCAS ANOCHECIDAS




como una estrella al mediodía,
—pasión mayor del frío olvido—,
jalones de la vida…
JUAN RAMÓN JIMÉNEZ




Los amigos que yo supuse, no eran amigos. Cambiaron la alegría
por sórdidas banderas; ahora comparten sus bocas anochecidas,
el mundo oscuro del cine mudo; se han vuelto espuma de grises
sobre el mantel del alma. Ahora los veo desde lejos,
desde la duplicada instransparencia de los despojos, desde esa
otra dimensión de la vida: la condición humana de lo abyecto.
Desde el balcón de los extravíos, el viento que despierta al cierzo;
los espejos descuajados de lo lóbrego,
el mundo sórdido de la pesadez,
los frutos de la noche sobre el granito, en su centro, penumbra
del tiempo sobre el tejado del horizonte.
Los amigos que yo supuse, no eran amigos: era el espejismo
de la última cena, lo quebradizo de lo ignoto, las aguas mutiladas
de las agujas, el pensamiento avieso de los agujeros:
—ahora, la luz desveló todas las sombras; las sombras son eso:
explosiones que estuvieron sumergidas en los sueños,
imanes de ceniza en el pensamiento,
inexistentes rostros en el surtidor del cielo.
Fueron árboles que fingieron la costumbre del éter, elementales
ramas de la orografía de Dios,
obedientes bocas de otras bocas sin sexo,
piedra estacionaria en la alquimia de los pétalos:
estuvieron a mi lado y nunca pude descubrir su universo virtual;
multiplicaron los cardúmenes pero nunca nacieron parábolas,
me tuvieron sitiado y nunca descubrí ese otro Evangelio, su antiguo
rito de conspirar contra las ventanas.
Ahora sé, que aquéllas personas, jamás fueron mis amigos:
me entretuvo la atalaya de la lluvia,
el aposento de las campánulas, el hálito de los girasoles,
pero nunca sospeché en las trampas del escombro.
Nunca tuve tiempo para medir la acción de las axilas al mediodía,
el polvo como un hilo de mil ojos;
sólo pensé en los balcones del rocío, en el cuaderno de la piedad;
y sin embargo, —entre el bostezo descuajado de los brazos—,
descubro el cactus circular del calendario,
la conciencia constreñida de las semillas, el poyetón interior del hollín,
la capacidad para destrozar los jardines.
Ahora sé, tras el abrigo de la almohada, que las baldosas no tienen
alas: sólo sirven para gastar los zapatos, y la claridad
que no se encuentra en los bostezos.
Al filo de mi cuaderno interior, las luciérnagas: el chorrito de sabiduría
que me respira, aun en el escondrijo de los cangrejos.
Lo demás se lo dejo al tiempo y a la linterna filial de los pájaros…

Barataria, 25.I.2011

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