martes, 4 de enero de 2011

EL POEMA INCLINADO EN LA NOCHE


En el poema las aguas frenéticas de la noche, la arcilla verbal
de la tinta, la conciencia en sucesión de espejos galopantes.
Muerde el mar las manos del papel en el éter del relámpago:
sólo es perenne la caligrafía en la piedra de moler, en la bóveda
de la soledad que construye el tiempo con las tijeras del calendario.
Ilustración: Imágenes gratis


EL POEMA INCLINADO EN LA NOCHE





Para mis lámparas difuntas... Buen camino, peregrino.
A las hazañas del poeta hastiado
mi vitral dislocado
en los rieles de la melodía.
CLÉMENT MAGLOIRE SAINT AUDE





En el poema las aguas frenéticas de la noche, la arcilla verbal
de la tinta, la conciencia en sucesión de espejos galopantes.
Muerde el mar las manos del papel en el éter del relámpago:
sólo es perenne la caligrafía en la piedra de moler, en la bóveda
de la soledad que construye el tiempo con las tijeras del calendario.
Mordemos así, el taburete o el atril o el púlpito:
las reliquias bienhechoras de la memoria,
todos los reinos tiernamente oscuros del amor, el frenesí
de la sintaxis, la cacofonía de la sal en los límites de las pulseras.
A veces estamos llamados a sostener la sartén en el pecho,
y la tumba de los olvidos que nos reclaman presencia absoluta.
Cuando las consonantes son diurnas, los peines traspasan
las arboledas, y el líquido corporal de las llaves;
cuando las luces se apagan en el patio de las pupilas, rondan
los murciélagos del astro mayor del pensamiento en los dedos.
El poema nos revela los dientes oscuros de los rieles redondos
de la noche con sus fosas y delirios,
con toda la sangre rehusada de las estatuas,
con todas las calles como zapatos en desuso: —río cuando no puedo
pronunciar palabras,
ni escuchar los sonidos del sudor,
ni siquiera sollozar bajo el altar mayor de la intemperie, tomada
por largas espinas de grises; río frente a la escalera desvalida
de los ídolos, del apóstata a la orilla de los moluscos, del acróbata
en medio de la multitud del agua.
Lloro como lo hacen todos: para desentumecer los ojos; lavar el iris,
las córneas, las pupilas, para sumar unánimemente el dolor acechante,
esparcir el olfato y susurrar al oído.
No puedo decir lo mismo del baño maría del azufre para purificar
la garganta, destapar los oídos, raspar la lengua con agua oxigenada,
ni cocer el epazote en hornillas de ceniza.
Al parecer todo el aire del poema se siente en el aire de la noche;
en el día, las cosas son diferentes: el sopor es galopante en las palabras;
el afán de la subsistencia, asfixiante como el gallo a deshora
en los tímpanos, como el chorro de agua que indaga en las manos
desde las axilas. Después de todo, aunque lo nieguen, no hay días
limpios ni zapatos innecesarios: el poema está ahí en la ventana
doméstica de las palabras, en el paladar de la chamiza,
en esta bruma dibujada del País.

Barataria, 03.I.2010

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