Carne yerta en la banca de mis fantasías: ahora no es verde
la sombra, sino confundida sombra del sepia, —hecha también,
para el luto sin tregua, monótonos comejenes en la indiferencia
del sueño; algún pensamiento queda en las astillas,
el tiempo del cuerpo y la brisa leve,
la sábana hirsuta en el cuerpo, la vereda sin copos ni piyama,
Fotografía: Jon Sullivan
MADERA
De eternidad sedientos siempre vamos.
Obcecados vivimos y creemos.
Muere la fe al instante en que morimos…
FRANCISCO ANDRÉS ESCOBAR
Carne yerta en la banca de mis fantasías: ahora no es verde
la sombra, sino confundida sombra del sepia, —hecha también,
para el luto sin tregua, monótonos comejenes en la indiferencia
del sueño; algún pensamiento queda en las astillas,
el tiempo del cuerpo y la brisa leve,
la sábana hirsuta en el cuerpo, la vereda sin copos ni piyama,
el frío de la luna que baja, como un tafetán negro.
Hacia adentro, las puertas pierden su propio alfabeto: los pies
sumergidos en la polilla,
el grafiti como telón de la maleza, la rama oscura de las lámparas
o los cirios en derruidos candelabros;
no veo por ningún lado la trementina de los sueños, sino
las variaciones oscuras de la hojarasca, en medio de tanto sigilo;
(desde siempre aprendí en el rocío del bosque, el amanecer íntimo
de la llama, gocé ciertas sustancias indelebles;
ahora es la pesadez rota de la madera, sosteniendo la casa del pecho
sin horcones, sin reglas ni cuartones,
sin el tapiz de los meses en el mimbre.)
El tiempo termina confundiendo cualquier señal de certidumbre:
no es el pétalo, sino la madera orillada de la vigilia,
la garlopa tenaz que va irrumpiendo en la superficie como una lengua
de singular maquinación.
Hay fiebres en el aliento de las horas: en la cáscara infame
de los báculos, en el rechinar continuo de las ramas de la historia;
la piedra obceca las raíces de los labios
en su franquicia de dados,
confines de la materia angular de los poros.
La sed es la verdad absoluta para los descalzos: los monumentos
a la saliva, —intentamos subir a través de la escalera del guarumo,
las grandes noches cerradas de ceguera;
mordemos la carne del País a través de la sospecha: esquirlas
en las fisuras del tiempo, corvos de ferocidad hambre,
aserraderos incubados como albergues de la noche, panaderías
del grito, verjas de súbitos destellos.
Nos enviste la sierra de las pulsaciones, ahí donde los sentidos
se bañan en salmuera, ahí donde la sonrisa se desdice en medio
de la arboleda derribada: la misma leche vestida de noche.
Barataria, 30.I.2011
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