sábado, 8 de junio de 2019

ÍNTIMO DESARRAIGO


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©Imagen de portada Alexander Zavarin





André Cruchaga

Íntimo desarraigo



Cuando estamos muy lejos (como ahora) a 20 horas de vuelo o
casi 20 días por el mar
te recuerdo bailando sobre ese mostrador iluminado de una playa
nocturna.
Sin miedo ni recato, con toda la alegría de las cosas que nombramos
eternas.
Hace casi trece años.
Desde entonces nos hemos fatigado (más que muchos)
por procuramos algo de verduras y pescados y un refugio a la
hora del zancudo
contra la locura (tediosa) de la calle y la tristeza de los inoportunos.
Amor que es un modelo de constancia (tejes y destejes la chalina
de alpaca).
Y no es por la retórica de Homero. También algunas noches
(mejor si estamos solos)
son notables nuestros vientres dulcísimos y tensos. Privilegios
que suelen más bien darse (si se dan) entre amantes de ocasión y
sin futuro.
Entonces cuando te hallas muy lejos (como ahora) no apareces tan
sólo en la luz tenue del bar junto a las olas,
vuelves también a mi memoria / vibrante como una cierva (herida)
tras las cortinas de nuestro dormitorio.
Por eso a la distancia (digamos que rodeo los islotes de Circe)
me cuesta recordar esas reyertas entre la madrugada. La fría
maldición en el almuerzo.
Antonio Cisneros




TRAGALUZ DEL RESPIRO




Los cuartos oscuros como todos los cuartos oscuros tienen en su interior,
esa lengua húmeda de las cárceles:  Regazos de aniquilante deshora;
la luz no llega con sus infinitos vilanos, la miseria se precipita; lo hostil,
tampoco la trementina con su olfato de pájaros.  La guadaña se adentra.
Cada cierto tiempo, alisto mi equipaje como si fuese al azar de una guerra:
lo único posible que guarda la memoria —palabras benignas al desnudo
en los tabancos de su propia alacena. —Párpados ciegos peregrinan.
Voy de aquí para allá y, por desgracia, —espolea la oquedad de la noche;
es el mismo sitio: el tragaluz como una pupila diminuta, —derroche vívido.
Las cejas verticales de los barrotes, —eclipse total del desvelo y su asedio;
los zapatos de antes,  gastados por los andenes,
                                                       —lengua pesada de la lágrima—
deformes  como colillas arrugadas, —presencia breve del ansia—
pasadas por la boca de muchos fumadores: —sombra honda en su esencia.

Atisbo las ventanas, —en mi mente, por supuesto—
                                                            el mar embota de hambre;
supongo que cabe la posibilidad de ver los pájaros,  la orilla de lo deseado,
o una araucaria montada en el lomo de las estribaciones, en un reloj de sal
que  el horizonte permee con azul de desvanecidas banderas —ajado amor
donde la herida dibuja insolencias, oprobios y castraciones…

Hay un par de libros apilados a la par de mis costillas.
                                                                           —Libros de alborozo.
Libros de viajes para no viajar nunca. —Libros donde nace y muere la vida.
Libros de aventura chirriando en su aceite de frenéticas fucsinas,
nómadas destellos de caótico estribor, — campanas de yerto quebranto,
espolones de babor escribiendo sobre la salmuera de las aguas,
búhos comiéndose la noche, la lluvia pálida sobre la espuma;
costumbre de lavar el rostro entre la hojarasca.
Esto es, a solas, la vastedad de la vida. —El propio frío del día y su oficio.
Vastedad de vapores en medio de la mudanza, —muebles para el cuerpo
y los gusanos, espejos manchados, desfigurados por la noche:
                                                                              fuego de la ceniza,
universo en fuga girando en la entraña del grito,
                                                                        —en la forma ruina del ser,
en el miedo de los ojos, mordiendo lejanas lámparas de alegría…

Aquí, hacia dónde me lleva el alambre de los sueños. —¿Sueños?
Quién me llama o espera con este hastío de crepúsculos: —sin su espejo,
casa mía torcida por la noche, —casa donde no estoy a flote, ni seguro;
sombra que andando, despide ávidas lenguas de relojes…
Quién me llama o espera, fuera de este cierzo oscuro.
                                                                   —Oscuro trajinar del alma.
Quién me llama o espera,  fuera de estos cirios. —Cirios de alevoso olfato.
Quién me llama o espera,  sobre las sílabas de la hierba. —Hierba sepia.
Quién me llama o espera,  sin esconder la música del viento.
                                                                          —Viento a cuestas.
Quién me llama o espera,  fuera del tejado de la tristeza. —Necesaria fosa.
Quien me llama o espera, hoy, con gajos de alegría. —Alegría sin aliento.
Quién me llama o espera,  sobre la leche derretida de la luna. 
Quién me llama o espera,  quitada la maleza de los brazos.
                                             —Brazos endebles.
Quién me llama o espera,  en el patio de los alelíes. —Alelíes sin indigencia.
Quien me llama o espera,  con el cántaro fresco de las pupilas.
Quien me llama o espera, —con afable semblante de poema y arco iris.
Quién me llama o espera, sencillamente, con el suave seno de lo humano,
con el palpitar propio de la vida,
                                   —vida y pálpito en el fluir diáfano de las pupilas…
Barataria, 2008.



¿NO ES LOCURA LA CORDURA?





Seré muy breve. Vuestro noble hijo está loco; y le llamo loco,
 porque (si en rigor se examina) ¿qué otra cosa es la locura,
 sino estar uno enteramente loco?
Polonio en Hamlet




¿No es locura la cordura?  ¿Quién lo ha dicho?
Por suerte, vivir entre vivos es  la más grande locura. 
Artificio quizá, pero la razón y los sueños me llevan
al juego triste de los espejos.
Trozos de sollozos se mueven como peces,
móviles susurros de agua,
allí donde la luna grita con dientes de ceniza
y las mariposas ahogan sus orgasmos en el lodo.
Oigo el grito último de los depredados y el ciego auxilio del aire.

Es necesario lo que pasa en los templos, en las cantinas,
en los comedores sucios, 
en las peluquerías tapizadas de cuerpos
esbeltos, en los portales donde las gallinas todavía sacian
la niebla del hambre o hacen lechos de furioso olor.

Un poco de todo y los perros me rompen el corazón:
hambrientos lamen la escoria de las aceras.
Ellos pasean a oscuras y no necesitan, naturalmente,
habitaciones para consumar su aletargado pasmo.
Ellos son amos y señores de la calle,
ataviados de saliva lamen todas las posibilidades de la vida.

El cabello de espesa herrumbre, me causa náuseas.

Aunque los  vagones tienen ventanas y se puede ver a Dios
a la distancia con un engramado camino y sin ratas:
mi héroe al fin sobre el azul del horizonte, 
donde se ven caballitos sin smog para jugar
y cantar aleluyas  de memoria.

En los cerillos de los ojos el azufre no cuenta,
ni el tiesto donde el café granulado  se deshace para la artritis.
De vez en cuando las cosas no pasan así:
un relámpago lo saca a uno de la oscuridad y la razón,
un haz de luciérnagas muerde las sienes,
los grillos levantan paredes de carcajadas.
Es entonces cuando las armas se vuelven sordas lenguas,
parecidas a la boca de la noche en una habitación oscura.

De vez en cuando las lagartijas dictan discursos sobre las piedras,
extraviado el discurso cae en el suelo y se pierde en el polvo
que dejan los zapatos
después de golpear el lenguaje con gangrena.
Alguna vez me creí cuerdo entre demonios y mesías.
¿Cuerdo, digo?

Me creí inútilmente cuerdo. Vanamente cuerdo. Ileso.
Seriamente cuerdo. Pero por fin, al cerrar los ojos o abrirlos,
—que para los ciegos es lo mismo—, 
caigo en la cuenta de los sin sentidos,
de los ecos donde pasaba los inviernos
en mi infancia:
interminables ecos de una esperanza que,  inocente,
vaciaba sus espejos sedientos
y los colgaba como llaveros en las hojas de los árboles,
como aroma ensimismado del aire. 
Ahora es verdad el mundo y su atalaya de crueldad.

Ahora es cierta la infamia y todos sus crímenes,
sólo ahora que establezco mi existencia junto a las hormigas.
Ahora que he vaciado el absurdo y lo he hecho añicos,
Ahora que el infierno está petrificado en la jaula del país.
Estoy cuerdo.
                          Estoy loco.
Todas las esquinas se asfixian de hambre y sed.




ESPIRAL DE HUMO




En el pájaro de noche de la calle, la locura. Los claustros oscuros.
Entre deidades imaginadas el destino es un trino,
un oleaje doméstico (la costumbre que soporta cualquier cosa)
donde asoman indigentes cacerolas y obsesas
cremaciones de insectos. Y cloacas que explican algunas soledades
en un país que se extingue en la piedra de la corrupción.
En la salmuera de los ojos caben
infinitas embarcaciones: navegantes de manteles con vinagre,
destino donde la hamaca de los ventanales nos hace perder
la razón: aviesa forma de ver el mundo real, casi real,
con sus propias azoteas en desuso,
con sus propios bostezos de ceniza,
casi en desvarío. Sin fecha para comenzar de nuevo.
Los relojes de la conciencia caen al mar.

El techo de la imaginación tiene su propio guardarropa,
ahí donde el escombro nos sorprende con su respiración.

Y los héroes de este milenio siguen con pasión de musgo.
Mi mundo cabe en la ternura de las osamentas,
vigilia acaso, para salvar lo único posible:
los cementerios con sus deseos
reprimidos, las confesiones mudas de los ecos de la maleza,
extendida a lo largo y ancho de todos los sepulcros.

Siempre los que se pueden salvar del diluvio tienen un barco
a su disposición. Zarpan.
Pero dejan, atrás, la neblina del abismo
para que los indefensos se arropen con el desorden de la noche.
Los panfletos del viento lamen viejas cicatrices e invocan
granos de ansiedad,
propia de esta era de globalización.
La caverna, ahora,
tiene luz propia y Satanás su propio esplendor.
Excepto la muerte: sigue teniendo candelas y vacíos,
y no es cierto que haya indecisos para tal sueño postrero.
No es cierto que uno pida luz en un vaso de neblina,
ni que se llore junto a las telarañas del peligro inminente.

El mundo se mueve entre los disparos del odio, sin ojos,
sin cabeza, “ardiente desde el fondo del mundo del sudor”;
somos la posteridad fundada en las equivocaciones:
todo se mueve dentro de las orfebrerías del poder, a oscuras.
En esa espiral circular del humo, gotea la plegaria
y los pianos degollados de la ceniza.

Ya han pasado cadáveres de alucinantes vocales,
ya hubo diálogo en la cumbre del humo,
ya hubo ríos barridos por el cambio climático,
ya hubo imposibles y abrasadoras
heridas donde ningún oído gastó su portento
para escuchar el grito en la jaula
y los pedazos de soledad en la boca.

La oscuridad brama entre trozos de carne humana.

El día es un perro con hocico de piedra
y bostezo de pañuelos con caries de tormenta.

Todos los caminos van hacia pozos de subsistencia,
donde el aire apenas sale a flote en los pasillos.

La noche es larga y difícil soportarla entre opacidades decapitadas,
con toda la soledad de los excrementos,
con todos los harapos del miedo, con todos los recelos
que causan los agujeros de las puertas abiertas a la penumbra.

Pero en realidad, nunca fueron diferentes los harapos,
ni los signos del egoísmo,
ni la miel desgarrada de las abejas,
ni la meticulosa habitación de los crepúsculos,
ni la alegría a escala de los enfermos,
ni el espanto de estar cuerdo entre cruces
y apoteósicos mausoleos.
La oscuridad, sin embargo,
es más engañosa que la luz de los féretros;
la claridad, sin embargo,
                    es más sutil que una postdata en pantalla gigante.




AFONÍA DE LA NOCHE




El hombre usa sus antiguos desastres como espejo.
Roque Dalton




Antiguas noches se refractan en espejos de nublados ríos.
Antiguos días socavan la transparencia del azúcar, 
Noches enteras en el emporio de las calles,
atisbando relámpagos;
en el fondo, es la misma sal corroyendo las pupilas
sobre viejos muelles donde graznan las pupilas inciertas
de las gaviotas y albatros. 

La noche perdió sus vocales pausadas, sus élitros;
nos queda la escarcha de los calendarios
en la comisura de los labios.

Nos queda,  en las sienes,  el promontorio
de publicidad engañosa con sus depresivas vallas de consumo;
nos queda el chantaje
y el soborno como esos tumores sin posible cirugía
para sanar la vida pública y el alma del Estado que,
en su enfermedad y agonía crónica,
se ha tornado un laberinto de trasnochada promesa.
Y una celda de frías identidades y muro de moho y ceniza.

Desfila por doquier un cementerio  de periódicos al servicio
del insomnio. Y calladas soledades de yute.

Las ventanas reprimidas de la alegría vomitan su bruma.
Los peligros de la trivialidad merodean
como la tempestad agresiva de la ceniza;
el paisaje con su saña está hecho para el olvido…

En la noche caduca el paladar con ventiscas de amargor;
nuestro diario vivir incesante en estas latitudes,
no deja de ser un fragmento de viajes sinuosos,
una constante avalancha  de caras
cercenadas sobre la lengua del ansia…

Nada nos da una contrafigura que derrote a la niebla;
en el fondo es la misma hendidura esparcida,
la misma amenaza,
la borrosa boca del invierno respirando cosas al vacío.

Con el esqueleto extenuado de la aurora, 
se hacen explosiones en la hojarasca;
nos muerde a carcajadas la cartulina del horizonte,
las bragas desgastadas del desatino,
las verduras podridas de los mercados,
la porfiada bruma de un crepúsculo sin rostro,
la camisa de fuerza, agria,
de las cloacas donde sepultan el pájaro de una posible primavera,
de un posible cambio de rieles.

Pero nada hace suponer que tengamos nuevos trenes en las manos,
ni ventanas de sedientos aires que restrieguen el sofoco,
ni frazadas frescas que cubran el cuerpo de lo indecente,
sino llovizna de arrugadas mejillas,
docenas de tropezones en ayunas,
sorbiendo el dolor torrencial de los minutos.

La humanidad entera lleva cicatrices indelebles,
años de sudar el vaho de los semáforos
con su stop desordenado.
La noche gotea su joroba lacerante,
desgreñado paraguas, y las ojeras de su propio espejo.

Su entera y decrépita luz menguante.
Nada hace suponer cambios en los horcones que sobreviven
a este tiempo de bullicioso paisaje,
alrededor del cual se han
acumulado desvaríos y erráticos pronósticos…

Nada parece tan cierto
como la noche cuando se invoca el sueño.
Nada es más cierto, supongo, que la realidad desbocada
                                para construir un nuevo alfabeto.
 O ese endémico nepotismo que linda con el hambre.





AVIDEZ DEL ESPEJISMO




Un día, la sed soñó un juguete: nació el espejismo.
Andrés Sabella




Jamás fui a ninguna parte y sin embargo la sed,
se aferró a mí,  a bordo de este caminar sediento.
El viento sabe la exactitud de mis palabras: la corola
del fuego entre la bruma,
los límites tangibles de lo eterno y fugaz,
las leyes del sueño donde Cristo es posible,
con sus inasibles anzuelos
—ánforas, digamos—,
de incesante y secreta tierra y desnudos silencios.
Los ojos enteros enmudecen en la distancia:
trópico y nieve, mientras se estremece la sangre en la lluvia
y el temblor en el ansia de los espejos del viento.

La nostalgia tiene un eco de palabras y ramas de fragante
hierbabuena;
espesa es la espuma que la agita,
—hálito de sal hundiendo su cordaje,
en la vaporosa sonrisa del paisaje.
Ninguna soledad ha sido tan fuerte como esta sed de barcas,
como este cansancio de pájaro sobre una carpa de errantes
huéspedes: celadores de tardes grises y cohibidas…

Un día, la sed soñó  un juguete: nació, ávido, el espejismo.
Nació el ascua de los caminantes y el pájaro de luz del árbol
buscando en otras tierras la alegría;
nació el latido del hombre con letras infinitas,
con eco de estrellas dulces,
con el ansia de otra mesa menos oscura.

Un día, atravesamos todas las agujas profundas del peligro;
se dejó el jade silencioso en espesas noches de neblina,
se dejó el ala verde del suspiro
y el musgo familiar del pecho:
el terror vació los cráneos hasta horadar la orina.

Era la medianoche del pensamiento y el peligro.
Era el peligro haciendo frágil la vida,
era el suelo en el caballo de la muerte,
eran las diademas del exterminio vaciando los ojos.
Era la muerte en el lecho: oscura habitación de rostros,
entre los raídos espejos del horizonte.
Era el lecho del cieno.
Sombras de hierro hacían sonar  tambores de viento.
Todavía escucho el sonido confuso del llanto,
el grito de histeria,
y la sangre abriendo los huesos sobre las aceras.
La hora para reír aún está de espaldas.

Aún la amenaza dispara
ojos de espanto y absurdas raciones de niebla.
Aún la muerte nos acaricia las manos con su semblante demacrado, 
frágil es la luz que nos viene del alba.
La sed fue antes;
hoy, necesaria linterna para salir de los ojos del miedo.
¿Qué lugar nos ampara sin que nos coma la noche?
¿Qué hilo nos une sin el dolor del desastre colectivo?

A veces la inmensidad del vejamen llega hasta la locura:
uno se niega a sí mismo, dejando atrás los espectros,
el peligro, los ecos de las casas derruidas,
la propia danza de las piedras que infatigables socavan la vida.

Un día, fue tanta la amenaza y el peligro y el abismo,
que el espejismo de las velas,
se tornó suculenta guarida y nutrido juego de altares;
o, quizás, en posible arado donde la vida
tuviera razón de crisantemo y asombro,
y no lengua de infierno, ni tejado de cementerio…
Barataria, 2008.




PROFECÍA DEL DESARRAIGO




En las playas frenéticas del sueño deliran las aletas de los peces
como pequeñas banderas donde la infancia hace acrobacias;
la sal de la espuma borra continuamente las huellas en la arena
para rehacer el día hecho con tantas noches de pavor y miedo.
Siempre fue así
desde el desarraigo genésico de los reinos antiguos
donde los días transportaban palabras
o profecías de cuanto las manos
o los labios eran capaces de hacer alrededor del dolor:
la idolatría ha sido el más grande oprobio
y el menoscabo a la ley;
el hombre acumula un corazón de hierro, maldice y,
en ocasiones,
el dolor se apodera de las circunstancias
hasta sangrar en los oráculos
de su propia boca,  hasta hacer de la aridez su propia mueca.

Ahora hay horrorizantes caminamos sobre páramos de ciudades
envejecidas, vestidas, a menudo,
por pastores de abandonados ejércitos,
por prosperidades que sólo se hallan en los escondrijos,
de veladas tierras y collados de maldad:
acaso herencias de la ira
donde un viento abrasador de espinas sopla como una milicia.

Días y noches llora la tierra destruida.
(Las nuevas esclavitudes erigidas en el mundo.)

Días y noches la ruina confesa y el encono de sed de las tumbas.
En medio de las paredes,
se plantan sombras de páramos y genocidios,
de principio a fin la ignominia
nos provoca con su reino de saliva,
no porque así esté escrito como huesos indelebles,
no porque seamos depositarios del estiércol y el sacrificio,
sino porque nos acostumbramos
a vivir junto a la rutina del terror.

Así pues, vemos al país consumido por el saqueo;
dejamos de trasmigrar hacia el bien,
dejamos de conmovernos
frente a la lágrima que dicta la herida abierta:
el abandono al que nos somete el crimen y la apostasía.

Confusas son las estatuas que nos hereda
el dueño de la insensatez,
porque no es con ídolos que se sacia el hambre y la vida,
sino con la alianza continua de la leche y la miel,
con el bien de la alianza para sacar de esta tierra al hacedor
del despojo y usurpador de la esperanza.

Días y noches aguardamos la suerte del olvido para que cese
la sequedad de vivir en esta abatida esterilidad de siglos.

El hambre consume toda paz verdadera
a los ojos plenipotenciarios
del planeta: un día sólo veremos cadáveres y peste alrededor
de nuestras pupilas.

Así se profetiza el reino venidero.
Ese reino con raciones diarias de terror y mediodías
de calcinante tribulación,
donde no existe fortaleza frente
al pabilo mortecino de puertas y ventanas
ni menos espacio para el abandono y el vilipendio.

Aún así, deshechos como una vasija de barro,
junto a la roca, seguimos creyendo en un amanecer insospechado.
En nosotros se desploma el silencio y el mundo del desamparo.
De seguro, el País será polvo como nosotros, o simple conjuro.




HASTA CUÁNDO




Hasta dónde el amor salva las miserias de este mundo,
el gemido del pobre, seco, en desbandada hacia oscuros
brazos  de ceniza con su humanidad hecha ansia,
sin una crayola para pintar la felicidad lejos del odio,
sin una mañana para ver los pájaros y las ventanas sin extinguirse,
sin una flor sobre el páramo
de sus propias tribulaciones. Sin unos ojos propios.

Hasta cuándo la hostia será polen
y no simplemente un rescoldo de la esperanza,
un artificio
para inmutar el alma de las ráfagas  aviesas de la vida.

Hasta cuándo el amor salvará las miserias de este mundo.

Hasta cuándo las manos invocando la Santísima trinidad,
hasta cuándo Dios
desarmará las conciencias de su ego infame.
Hasta cuándo la desesperanza
seguirá siendo una bandera perversa.
Hasta cuándo nos abrazará la lengua
de la armonía con su incienso.
Hasta cuándo estos males, amigos,
como feroces cuchillos,
seguirán persiguiéndonos sin dar muestras de desfallecimiento.

Hasta cuándo la virtud o la piedad adquirirán ciudadanía
en este pueblo que perece al filo del hambre
y la opresión de la violencia. Y la sonata fúnebre de la muerte.

Arrojados al fuego, la vida ha quedado en soledad,
la inequidad con su grito ha traspasado puertas y ventanas,
el martillo de la maldad arrastra su lengua de hierro hasta hoy,
cautivos somos del vómito y su feroz alarido:
ciudad a ciudad,
los hijos de los hijos sepultan cadáveres diariamente
y la ley dice amén sin quebrar sus propias ataduras…

Vivimos días de incierta salmuera. Días de frívolos abanicos.
Vivimos días sin oráculos y falsa moral.

Olvidados hemos sido por la  luz. Un vals de espinas suena
en el pecho, mientras se eleva el ijillo del vacío.

La ansiedad ha cubierto las sienes como una albarda 
y la andamos sin tiempo con obstinado y fundado templo.
Así hemos pasado de la prescripción al desarraigo del sonido,
del dolor al dolor,
del luto al luto y al gemido sin inmutarnos,
y sin que la memoria  transforme las entrañas en  sólida luz.

Desde aquellos tiempos de Baal,
las armas sólo han producido
cadáveres y armas y zozobras y techos destruidos y cautiverio.
Jamás el odio ha producido misericordia
y alegría y cauterio.

Las armas no sirven para hacer dóciles las palabras,
ni abrir ventanas a la vida,
sino como máquinas de muerte.

¿Hasta cuándo el amor salvará las miserias de este mundo
y se pueda habitar sin indignación y tribulaciones el planeta?
Ya suficiente hemos padecido el terror
y el filo del oprobio;
nos queda, ahora,
restituir la vida y escuchar al viento
en su revestida coraza de amaranto.

En su transparencia
de pétalos alados,
en su aliento de tinajas trasegadas.

¿Hasta cuándo el amor salvará las miserias de este mundo?
¿Hasta cuándo?...
¿Hasta cuándo?...
¿Hasta cuándo?...




PASOS ANDADOS




Agradezco a los cielos que poniendo mil trabas
Parecían cerrarme el camino…
Jean Racine:
(Pílades en Andrómana)




Siempre pensé que nunca llegaría al año siguiente.

Ha habido a lo largo de todo este tiempo un poco de todo:
alegrías extinguidas por el resplandor constante del luto,
promesas que olvidé de tanto ser promesas,
afanes del pecho que turban,
y este jugar peligroso de la vida.  Y este vivir colgado
                                                                          de la oscuridad

Siempre
me propuse “no creer lo que ven mis ojos” y en ese afán
el silencio se fue haciendo hazaña
para sobrevivir frente a la injuria
insensible del ansia y a los grises del plomo.

Frente a las pesadillas del Universo,
soñé con un crucifijo entre las manos,
con un grito de mar ciego,
con un más allá suplicante de setos cósmicos,
con una tierra conmigo en desbandada,
con un todo en mí que fuera el hilo de la lluvia sobre mis sienes.
Las escaleras del calendario invierten las entrañas:
es locura este sueño de rondar los cementerios
con un ilegible mar en el horizonte,
con un sol de piedra rodeado de alfileres, con unos ojos
sin puerto para nacer en el filo de la espuma,
ebria de gaviotas y ciudades invisibles de algas,
frutos de sal,
creciendo en el miedo helado de los poros, en los huesos.

Cumplir años no deja de ser una lengua repetida de confetis,
en cuyos colores se olvida el color negro
y la noche que nos toca,
cada vez que las vejigas,
se tornan en elásticos puzzles de  emociones.

Por cada año cumplido los zapatos gastan sus tacones;
ahora mismo la memoria escupe abrasadores recuerdos
de espejos ya sellados por la distancia,
por esas telarañas respirando
caminos que nunca se anduvieron,
muertos sin flores amarillas,
formas múltiples del mundo viviendo el animal del dolor,
como un hormiguero que acecha
desde los pies y traspasa las entrañas.
Nada creo, nos hace diferentes a un día cualquiera.
Nada, creo…

Pero así es la naturaleza desde que amanece,
desde que el papel de la lluvia,
lame los poros con un campanario que en nada ayuda
a ese extraño acontecimiento de todos los años:
fantasía, a fin de cuentas, 
del mercado y el delirio del marketing, en cuya boca
arden las calles de la codicia
y la noche con su sed testamentaria.

Día a día la niebla ha ido cerrando el camino.

Absurdo es cumplir
un nuevo aniversario a solas,
sin palabras y con un crepúsculo
de insomnios.

Con las piernas atardecidas de espinas y los espejos
vacilando en su propio frío,
muelles del alma atisbando carámbanos,
a la par de  nubes y horizontes  de descolorida saliva.

Aúlla el ser en su vida
de animal, grita el mar sobre las piedras
cuando las pupilas lo beben,
emergen los vacíos extendidos junto al sueño que se va,
y que una vez
nos condujo con sus pasos,
a la comunión con el rocío, a la sed posible de la vida,
al existir aquí, de alma y sangre…

Ahora “Se abre  un torrente tiritando esta piel tan parecida
al amor por la implacable abertura de universo”….




JUSTOS TEMORES




…he cruzado aquel mar que fue tumba de Ícaro.
Jean Racine:
(Terámenes en Fedra)




“¿… en qué tierras felices/confiáis vos descubrir de sus pasos
las huellas?” Todo ha cambiado tras el poder y el odio juntos.

Nada queda por hacer después de haber saltado miles de cercos,
mientras la aflicción habita como una ciudadela
y el mar corroe
de punta a punta la vida  hasta vaciar en sus cuencas el desdén.
¿Qué destino y paz nos tiene este extravío de sinuosa ceniza?
¿Qué angustias transcurren  en este sangrar insistente de alfileres?
¿Qué cirios velan la sangre con obstinado empeño?
¿Qué cornetas derribarán los muros
para huir del quebranto y la saña? 
Hay un mar de temores y homicidas.
Mar de querellas,
donde es necesario rehacer la palabra
y la frágil esfera de la luz.

Ataúdes devoran la sombra del cuerpo,
el infinito se vuelve
extraño fardo de muelles:
lenta noche de ausencias sobre un plato
sin comida subiendo polvorientas escaleras hasta pintar hipos.

Justo son los temores al leer los periódicos todos los días
o escuchar la radio:
el plástico  desfigura los cuerpos,
antes el cuchillo
ha saciado su filo en la carne con un rechinar oscuro de huesos.
Dios, dónde habitas,
dónde está la iglesia más cercana,
dónde la jarra o el odre para lavar
estos quebrados pies de las manzanas.
Aquí nos falta risa para reírnos de los pasamanos,
de las bocacalles,
de los transeúntes mordiendo la violencia en las aceras.

Nos falta de todo:
ventanas que con avidez fumen el horizonte
y las hagan un río de bocas,
una siempreviva sin balazos ni sofocantes
calcetines pegados a los zapatos,
a la piel,  a la furia del aire.
Ya tenemos guerreros esculpidos en los cementerios,
ya tenemos lenguas de rapiña
con vívido hocico haciendo de las suyas,
ya tenemos caballos con campanas sordas 
meciéndose, en fin,
en los sueños que en el lecho atardecen
diariamente con un rictus.

 La esperanza, a menudo, sólo es un consuelo de confuso afán:
refugio, a caso,
de los más insólitos surcos de las pupilas.

De este respirar entre claroscuros de porfiados venenos.
Por eso, qué voz no se hastía de tanta imagen hosca,
que conspira a vivir
en la deshora, en el exterminio y el ultraje;
torturados somos
con una hoguera de pasmosa boca y vastos tentáculos…

Los ojos se hartan de las sombras,
de los delgados hilos del eco,
de la ceniza que se propaga a secas
como si anduviera con la muerte.

La vida se harta, también, en la transparencia de los espejos,
en el duro caminar de la madera,
en el azul adulterado de la lejanía,
en fin, en este día y noche,
donde siempre estamos emprendiendo un nuevo viaje…




ENTRE ROSAS Y ESPINAS




Escribo para hoy y para ese futuro incierto: sospecho
de las señales que nos da CNN, BBC, Telemundo.

El silbo de las araucarias se ha tornado apocalíptico,
las rosas han embargado sus colores
por un hipo de espinas abominables;
las fotografías de las sagradas escrituras,
junto a Nostradamus,
nos llevan a aldeas donde los trenes sacuden la tierra
y bufan sobre los rieles del juicio final.

Sobre las flores perennes
de la niñez, 
sobre ese mañana invocado con la sed del alma.

Al escribir, el desvelo me lleva a potreros de talpetate;
mirando, gasto mis zapatos
sobre estas carreteras de espíritu incierto.

De nada sirve gastarlos y caminar descalzo
las llagas de la piel siguen supurando historia…

Escribo para mí, soñando húmedos jardines,
mundo sin pesadillas, (ignoro si hay posibilidades de un mañana)
ignorando al demonio inmundo de la espina,
el ideal del sueño siempre que no sea en blanco y negro.

Escribo para los demás. Esos demás pueden ser:
uno, dos, tres. (A falta de audiencia, claro.)

¡Qué importa! 
Un solo lector, un solo instante, bastan
para dar testimonio del aire, de la sangre,
del crucifijo aquel que nos respira en los hilos de los poros
como un pez en su habitación remota,
como un seno viviendo en la boca de un niño.

Escribo de sol a sol sospechando mi locura.
En los oídos ando campanas
y en los ojos una mosca de humo enroscada en mi cigarrillo.

Escribo goteando péndulos
en un juego de cosidas bocas y rezos.
No es un rito para sacudir la lluvia de mis años,
 ni jugar a la humedad
de los recuerdos, ni plasmar fantasmas con sus muecas etéreas.
Escribo para la ceniza del beso mirándome a los ojos,
para la bestia del naufragio lento,
sórdida a veces, la lágrima de la infancia.

Escribo al siguiente hijo de la humanidad,
al que nace en ciudades frías,
al que de seguro lo espera una tierra yerma,
inhóspita tierra donde alguien construirá jardines de piedra
y muebles de sala con gastados neumáticos…

Escribo lamiéndome el asco del tiempo,
con el alma posesa de fétidos espejos,
bajo al mundo de Job entre insensibles carnicerías.
Las máscaras sin piedad,
escupen despellejados miedos y hongos,
cuyos respiros llegan hasta las profundas vísceras del cuerpo.

Escribo de noche a noche,
riéndome de los espectros del viento.
Las espadas de las espinas guardan filos de escalofríos
y frenéticos suspiros
cuando la noche los susurra con su boca.

Nunca fue fácil sudar el calzado
conforme se ha caminado sobre el umbral
de severas saetas y urdidos infortunios.

Sepulcros han forjado las gargantas,
lenguas de engañosa saliva lamen el corazón.

Todo el extravío, hoy es viento tempestuoso.
Huérfano afán.

En el día de las parábolas, como hoy,
la sed se ve en los espejos,
y la niebla, apilada como alimento,
en telaraña de fosa.
Sé que escribo al filo de las espinas, 
merced, a su abundancia;
y he bajado como un ave, a tierra,
a un País donde los pétalos,
son aspas y las escamas bailan
como henchidos peces con anzuelo.



ACTO DE FE




Una somnolencia de polvo abre las persianas de las pupilas;
el sopor del contrainvierno sigue mordiendo el horóscopo.
En unas gotas de neblina intento salvarme de los últimos días
y echar a la suerte este calor cuyo fondo hace sangrar el alma.
Desde tiempos remotos
habito fantasmas lunares para que la verdad
siempre sea una falda larga y la desnudez callado aroma.

Crepúsculos encendidos lamen la atmósfera con antiguos
relámpagos de abisales acequias.

(Cualquiera puede ver
las luciérnagas de la Vía Láctea a través de su imaginario,
y los millones de rostros invisibles en la conciencia del tiempo.
También se ven los grandes hangares donde los niños lloran,
cuando la orfandad les quema las pupilas
y el dolor se yergue como única riqueza,
extraña riqueza robándose el aire y las almohadas.)

Hasta cuándo serán las manos invisibles del universo,
o, por el contrario, 
la alacena para refrescar la historia del presente
o ese futuro incierto al cual invocamos con todos los ángeles
encarnados a kilómetros luz del fuego vital de nuestro forcejeo.

Ya la  lluvia ha caído en raciones diarias de agonía.

Ya el confeti de la hojarasca ha lamido nuestros rostros
con su profundo libro en sepia,
ya los fósiles crecieron en su liturgia de siglos utópicos.

Ahora es necesario explorar en la frente de los pájaros:
nacer en la simplicidad del hálito perdurable,
en los meses de las raíces, en la rama
de los espejos hasta poner en su perennidad el agua de los ríos.

Nada es más cruel que una casa habitada sin mañanas,
sin saber qué la luz —en su jardín milagroso—
nos puede sacar de las osamentas,
y elevar nuestros días a escenas  de sábanas limpias.
Nada es más gratificante que recrearse en los ojos de los niños
y ver la hamaca de luciérnagas de sus brazos,
su boca de relámpagos,
su pequeña sucesión de umbrales,
despertar sin el despojo umbilical del caos y el vejamen,
sin la intensa salmuera de la basura…

Tenemos tiempos de jugar a la noche
y a sus trenzas de ceniza. A sus golpes redondos, o cóncavos.

(Nuestro íntimo lamento es de la tierra: ahí nos hundimos
divididos en dolor y alegrías. Habremos de tener paciencia)…

El viento ha hecho cuevas en la tumba de la conciencia.

Nos toca descorrer la nada, las esquinas del veneno,
el titubeo de las colillas, las puertas cerradas del espíritu,
los rostros cruzando
persianas de olvidados muros de lamentaciones.

Y desde allí,  imaginar los relojes con agujas limpias…

Y desde allí, ni féretros, ni tumbas, ni puñales con salmuera.
Y desde allí, el día, el principio del fuego,
el principio del agua
con estampas de fortificada razón,
sin nadie que sangre páginas heridas.

La boca sin espinas es posible.
Es posible el sendero sin estiércol de calendarios incompletos.
Es posible el aire jugando a pájaro, a mesa, a alimento…

El amor es posible con sus peces de curiosa premura.

El amor es posible aún entre las paredes oscuras de walt street,
en los túneles donde las sombras se vuelven espadas…
Aún en esta noche donde la lluvia arrecia
y los antiguos dioses
todavía supuran  en manuales de aviesas pasiones,
                                 es posible  ser uno derribando el odio.




NOCHE



Al poeta Melvyn Aguilar

La noche tiene ojos sin pupilas
y largas manos…

Philippe Soupault

 

 

 

 

Entre los dientes de la noche los pájaros duermen
largos recuerdos de los gritos del viento.

Largos sueños encima de las ramas de los árboles,
brazos de un reloj que agota su savia,
espacio donde la muerte parece ya una estrella.
Los suspiros impalpables lamen la noche de principio a fin.
El calor de hoy,
ardorosamente cruel, se enfada de la ropa.

La vida está expuesta a los puñales del moho de  los  relojes,
al granito de la vida entumecida,
a la tos de la mesa y a la mueca de una hoguera calcinada.

Las manos de la noche hacen sudar los ojos.
(Y vos permanecés allí con tu sed de peregrino.)

Toda realidad siempre empieza como un inocente nido,
luego es un manantial
donde todo el firmamento se refleja
como las palabras agitadas de la sal
sobre las olas que llegan a la orilla del aliento.

Cada noche la plaza se queda sin noticias.
Igual que el silencio suspendido en el sueño.

El crédito, las vendedoras, las gargantas secas,
se van con el pueblo en sus bolsillos,
se van con las pupilas puestas en sus delantales,
con las palabras en los canastos,
con la mísera ganancia que no alcanza para comprar
un poema o algo de mayor valor a la melancolía.

Hoy he olvidado por completo el calendario,
he olvidado las homilías,
los sermones que pasan de noche orinando las sienes,
las risas que los teléfonos transpiran con obscenos jadeos,
los años míos que ya no sirven para un tango,
ni recitar poemas con públicos de dos, tres, cuatro displicentes
oyentes cuyo oficio es aplaudir para devolverle al día
su propia sonoridad.

(La sonoridad que hace falta a la vida. Y que acecha
los pensamientos con su albedrío de cóncavo vegetal.)

En el cráter de las emociones, hecho por el viento,
el espejismo afeita los espejos a golpe de ceniza.

Cuando me empeño en los sueños,
el miedo avanza como la sangre azul del horizonte manchando
los barquitos de papel de mi crepitar funerario.
Entrando al desvestidero de todos los grises,
los cirios del azogue
inundan de golpe hasta  las estaciones ambulantes
                                                                    de los autobuses.

A mis tantos años de poner los pies sobre las cartas de la bruma,
es difícil que el arco iris cante sobre los vitrales como un pájaro.

Es difícil que los ojos vean ríos de otros mundos.
Lo que veo apenas son signos irreales
de un pedazo de tiempo,
en lo opaco del Universo.

Los relojes son perros carniceros junto a la noche.

Junto a la nada. Junto al hueco del pecho.

Ahora me toca humedecer el pensamiento con sordomudos;
suspirar en el poema todos los fantasmas de la calle,
refugiarme, —si es posible—,
en el inocente ataúd de la alegría,
o sobrevivir,
a este espacio de pespuntes y planos superpuestos.

La noche se harta todos los lugares visibles a la vista.
Este paisaje con insecticidas,
hunde lentamente el jardín de las luciérnagas,
y el cielo jadeante de las tormentas…




VUELO PERMANENTE




No hay nadie en la calle, en los ruidos húmedos, en el
vuelo de las hojas y mis pasos quieren reiniciar
las maderas de la adolescencia.
Francisco Urondo




Hay a diario una ráfaga de ojos y pestañas volando
sobre las sienes.
En las formas del cansancio, sin embargo, 
volar es cambiar
de mirada el universo, el abismo,
y esa eternidad que no existe,
de alguna forma extraviada en el traspié de ficticios tragaluces.
Si uno no vuela significa contar la palabra sin nombrarla,
es dislocar la casa, abandonar el lápiz de la luz,
el cuaderno cuadriculado del alfabeto,
el armario donde la piel guarda los poemas
o parte de ese mundo
—forma múltiple de jeroglíficos,
lenguaje abisal sobre papel.

En las calles,
los ruidos húmedos del invierno,
lamen la conciencia.

Pese a ello, leemos en el aire ciertas horas infinitas.
Los objetos
como pájaros,
levitan sin resistirse en la memoria de lo humano.
Los muertos que en su hondonada mutilan el aliento
Y esta piedad postrera del ojo en el cielo.

Abren su apretada materia hasta ser la respiración del viento,
la madera que nos vuelve al origen:
tierra y luz con sus brazos de buenos interlocutores.
Si bien cada día nos fundimos en monólogos
y las estrellas juegan a ser párpados,
hasta aumentar la monotonía de las luciérnagas,
hay necesidad de aprender a vivir cada uno,
descifrando las propias
claves que la garganta atesora en las esquirlas de los epígrafes,
en los trenes de la noche,
en las esquinas pululantes de las sombras.

En las calles hay de todo.
(Historias de oscuros pozos y golpes.)
—Hay olvidos para caminar sobre la rosa fugitiva de la vida.

Las imágenes circulan como charcos.
Los espejos son más elocuentes
cuando copian tantas horas convertidas
en arrugas y las pupilas sirven de brújula
sobre el lomo de relojes.

En el vuelo hay una superficie de lámparas:
—puerta donde el lenguaje inaugura los sonidos,
la ilusión de uno mismo,
el ser o no ser,
desde las sienes encendidas para fundar la luz
sobre el dintel de la esperanza,
forma sin duda,
del follaje sobre la almohada,
del mirar sin obedecer, huella para el mañana,
forma en el pecho de la trementina 
hasta florecer de cuna a cama.

El deterioro de los zapatos no es tumba,
sino ejercicio de muchos encuentros,
de espacios caminados todavía existentes como ecos.

Cada día los pasos reinician un titánico juego de pelota
en esta tierra mísera
donde los analistas elaboran oscuras estadísticas
y bailan diabólicamente sobre los sesos.

Son patéticos sus argumentos 
y sus dientes de fatídica neblina y rostro de abismo.
Aquí todavía Dios brama en los ijares
y hace llover dinosaurios:
Heráclito se gozaría con celular en este siglo veintiuno.
Hablamos de la defensa del futuro,
del cambio y ese cambio es ciego por dentro,
feroz astilla de la risa. O simple sarcasmo.
En cuanto al vuelo,
el galope sigue centelleante, sin parar.

De sol a sol, entre la farsa,
vuelo con absoluta lucidez sobre el aire,
porque a fin de cuentas,
qué es uno si sólo se queda a contemplar
la sabiduría de los epitafios
y los informes líquidos de las lágrimas?...

La respuesta hay que buscarla en las piedras
o en el atajo
callado de los huesos
o en el sepia interminable de los papiros,
o en la entraña dislocada del hombre.
O en esa sombra febril que duerme junto a uno.

(El vuelo siempre tiene la grandeza de la lejanía inexpresable;
es día y noche como dos brazos que nunca claudican.)




LA PALABRA ES MI PATRIA




Ya no hay otra esperanza
que incendiar la noche.
Roque Dalton




Cada dolor me rompe los talones.
Y sin embargo, camino despierto ante el grito;
bajo las sábanas,
silba la memoria en las noches.
A veces son celdas que guardan el odio.
O son jazmines. O rosas mortales donde descansa la impunidad.
A veces son cielo  donde los filósofos
transpiran sus pinares de adustas
pasiones. Quizás sus viejos dardos de agrio semen.
—Me viene a la mente Descartes,
pero también (pero también, las decandencias del país)
el lenguaje de los relativistas,
los esqueletos del pensamiento,
el Ché a sus ochenta años siempre vigente,
las Cartas de San Pablo, el Pentecostés e inclusive Job,
la esperanza sin límite de tiempo
en una tierra donde las piedras lamen las plazas
y la desesperación levanta paredes de fuego.

(A mi madre desde su sencillez benedictinale preocupó
verme rodeado de libros y misterio:
pero ellos han cambiado la verdad del aire.
Ahora son ventanas enredadas en la intemperie,
en este mundo del grito.
Han hecho
un lugar visible para mis palabras:
—umbral o cámara de la lluvia:
—un árbol donde permanecen múltiples cauces,
un espejo para ver
“la noche que ahora tan sólo empieza”
a cabalgar en la garganta.)

Ella clava su luz incandescente en los ojos del mundo.
Criatura galopante en el respiro.
Desvela su calle de rebelde ternura.
La palabra es así un escudo contra la muerte. 
Respira en los párpados
y arde en la madera,
agita las colinas de la respiración y el desvelo.
Pero también, como decía Roque,
“el conocimiento completo
del mundo de las palabras es imposible, / por lo menos para
la especie humana
y a pesar de lo que insinúa la/ cibernética”…

Esto de Roque seguramente nos hace paladear la incertidumbre.
El mundo de hecho está lleno de estas deformidades.
Y a sí es la Patria.
Eso no quita la fuerza de ellas en la sangre,
ni la abierta herida que hacen las parábolas
o la huella de hambre que dejan los manifiestos.
De éstos, como sabemos, hay tantos.
Cada uno habla de su salud y desnudez.
Cada uno quiere doler o apaciguar los rostros
o hacer de la insurrección:
esta es otra palabra auspiciada por la historia…

(Mi madre me decía, a la luz de un candil abrasador,
que en el mundo hay buenas y malas palabras. 
Cuando el hambre me azotó me refugié
en los diccionarios para sentir el pálpito de cada una…
El crimen, la antisolidaridad, la explotación,
el desamor, los eufemismos  son malas palabras.
También hay otras palabras menos malas,
pero malas a fin de cuentas.
Patria es una palabra íntima,
aunque la respiremos día a día con tile y cachivaches.
De repente, la palabra en sí misma
—como me dijo alguien—
 puede no decirnos nada, pero a la luz de cada rostro, 
unida a la percusión del tiempo,  en las venas, 
se torna la fuerza de Lázaro o el crisol
de múltiples batallas
y no estatua de sal para ahuyentar al enemigo.)

Cuando mi madre murió, expiraron sus palabras.
En un instante volvió
el eco del niño con una palabra menos adusta:
camposanto y no cementerio,
cuyo sonido es más fanfarrón y hosco.
Camposanto es también Universo. Universo apacible:
—aquí la vida está siempre aquí,
aunque las palabras se hayan tornado
 eco en la piel y  memoria. Duermen. 

La noche eterna las cobija…

Hay palabras que uno no sabe si vivirán o morirán.
Uno las confía a la buena suerte.
¿Será posible que vivan sin ninguna investidura?

Las palabras al igual que los días son dolores de cabeza.
Transitoria humedad. Mudan de piel o pelambre.
Su trino abre brechas,
A veces quedan atrapadas en el césped de la memoria,
En el rostro que hurga.
Estas palabras son mi tiempo y mi conducta,
mi conquista indeleble, o como dijera Borges:
 “son un claro país y está la brisa de mi tierra en sus alas”.
Barataria, 2008.




EL VERBO REVELADO II




Del agua y de la tierra soy: derramada sustancia del granizo,
vertida en los tinteros golpeados de la multitud.

Errante soy como la piedra sin Patria y sin destino,
como el torrente sin casa
salvo la tempestad y las inclemencias del tiempo.
La lluvia ha lavado mis osamentas
y colgado al viento en amarillos
hilos de dureza.
El insomnio socava mi cabeza y mi necesidad
de pájaro. (Es oscura la piel en medio de la congoja.)

Mi  abismo es a ratos la desesperanza:
—ardo en los cántaros de mi propia agonía,
en el calendario descalzo
de mi íntima armadura, en el eco que aprisionan dos manos,
en la luz raspada con instrumentos de carpintería.

La cruz de mis hombros zarandea la sal de mi territorio,
los sombreros de la urgencia,
los límites del polvo en medio de raíces ahogadas.

Verbo soy cuando el viento lame las sienes
y las transforma en alas.
Cuando los papeles donde escribo
se tornan pétalos y crece el umbral,
o se hace más grande la intemperie
y se abren redes para mi boca.
Añoro el ataúd de mis muertos cuando sobre ellos llueve
y el sueño, se torna verde y huye de los grises entumecidos,
y la hojarasca.
Las pezuñas del tiempo lamen mi sangre,
el estado familiar del hambre,
mi solitaria costumbre de aferrarme
a las telarañas y a la llovizna
de una taza de café circundando los trenes de mi sueño.

En cada palabra que escribo está mi voluntad de tinta adherida
a las cucharas de mi Patria.
Amo los alineados ecosistemas de las hormigas;
odio las madrugadas de números, los pronósticos aritméticos.
Y sin embargo, espero que la humanidad sea mejor:
nada cuesta el amor,
un desayuno con zapatos, un cuerpo sin vacíos, 
una cama definitiva.

A ratos uno es agredido por deseos ardientes y olores envejecidos.

Nunca se regresa al mismo punto por más que se retorne
y se bajen escaleras. 

El tiempo invita a la luz, pese a sus dientes de espina.
Por más que la hoguera queme el corazón,
su fuego se llena de cansancio.

Detrás de cada cerradura apretada,
una voz clama vestidos y campanas.
Los telares de la vida se abren
a los horarios del aliento y la sangre.
Jamás imaginé que cada palabra
me daría  identidad de espada para abrir
el territorio del mar o la ceniza.
A las analogías le debo mi desnudez creciente,
el parpadeo clandestino de mis latidos,
la toalla de la noche
frotando brisas y el pasmo de estatuas
creyéndose imperturbables.

Soy un espejo aferrado a los calcañales del alfabeto y el alba:
desde esa vela del abecedario sobre ola,
enjugo con mi pañuelo las letras errantes de la brisa,
las dentelladas de las tildes
y ese puñado de harina de las comas
que a veces juegan a ser lágrimas.
Y no sagrada ternura.

Todo ha sido desde siempre treno de sutiles odres.
Nada fortuito.
Qué ganas de no ser en cuarenta noches de gusanos y convocar,
aunque sea a deshora, a la caricia,
a la ternura, no a la zarza,
ni a la obscenidad de los burdeles,
ni a los vídeos de falsa ternura.

Sólo espero que la lengua de la ternura cubra mi cabeza
y no sea una simple píldora  para desdibujar las arrugas…



EL CUADERNO DE MAMÁ




Allí, en su origen, con pureza tanta.
Vicente Aleixandre




En la entraña quemada de humanidad,
emerge ese cuaderno sepia donde está la historia de mi madre.

Allí permanece la caligrafía de su inicial aprendizaje,
sus garabatos del siglo pasado,
la edad de hacer grafiti o simples paralelos
y meridianos para medir la altura de la brisa y los pájaros.
Sus manos de ángel tocaban el presagio de los años venideros,
la niebla del bosque y la ventana de los sueños:
—amaba las hojas de la lejanía,
y esa tierra dulce con semblantes austeros.

Su corazón pese a un mundo de duros silencios
repartía campánulas y un aliento de incesante Esperanza.

 Esperanza que sólo ella sabía descifrar
junto al ademán efímero de los días.

En ese cuaderno de mamá he encontrado su mirada
detenida en el tiempo,
sus años de desvelo,
su planicie de sal en el faro de su delantal
el brazo de la tierra convocado por la tempestad de las paredes,
por su destino sitiado desde la infancia:
fuerza agonizante en su alma joven,
espejos de medianoche junto a futuros retratos de azogue.

Su juventud terminó en los vitrales de la adolescencia;
Después, fue madre con su cuerpo fresco.

Después fue mujer solitaria llena de recuerdos:
bosque de madera doliente,
agua donde la edad marchitó las flores y se tornó ceniza.
Era milpa a prueba de ternura,
odre memorable de luciérnagas.

Nunca la conocí
fuera del pálpito azul de las espigas y los madrecacaos;
siempre era sombrilla sobre el polvo oscilante de las veraneras.
Delante de cada tormenta estaban sus tibias
y acogedoras manos. Su frazada dulce de piel.

Yo la recuerdo
tras la niebla del horizonte con su imagen interminable:
era así de sencilla y confiada.

Sobrevivió a la mudez de los días
y a la tristeza de las puertas cerradas,
al desamparo desencadenado
del calendario,
a las lágrimas densas de la guerra,
a la indolente piel de las certezas.
Supo llevar la cruz sobre su alma,
sobre sus años.
Así aparece dicho en las lámparas de su caligrafía:
acaso candil de espejos en mi destierro. 

(Pero fue necesario todo esto para entender su destino heroico.
Fue necesario traspasar muros y oír su voz eterna,
callada sombra en la sombra de la esperanza.)

Por supuesto nada queda de ella,
sino este cuaderno de su vida,
el desvelo en el oleaje de su grandeza,
la siempre hoguera de su soplo:
aquí encontré ráfagas de fatiga y suspiros de prolongada sed,
y sombras que su cuerpo aprisionó sin decirlo,
mapas pintados con la impotencia del sollozo adusto,
sueños de madre penitente,
que ahora son memoria,
encendida lámpara de azúcar.

En el cuaderno de mamá está presente el invierno
con sus ávidas gotas. Es ella extendida como una palabra.
Está ese suspiro, hondo, de los días que no se apagan,
sino que se encienden de alelíes como una plegaria en pleno cielo.

Hoy por hoy me toca guardar cada una de las cosas
que la nombran en su follaje fosforescente,
en su universo centelleante.

(En medio de lo ardido, la llaga de la muerte.)




ÚLTIMO FUEGO




En cada picoteo del pájaro nocturno, las cobijas rotas de los últimos fuegos hambrientos: dentro del espejo sólo huelo antigüedades.

A la orilla del último tren, el grafito de los sueños en los ojos.




OJO DESCUAJADO




Después de la noche petrificada nada importa: cada día se desvanece en la flor amarilla del asfalto. (Soñé con las osamentas fervientes de los límites y los vacíos anónimos del tiempo. Hurgué en cada cuerpo mis pesadillas.)

Dejé de soñar con el tiempo y el espacio, pero no con los cataclismos y los antros: siempre soy un hombre que se encuentra con las calles.

El mundo sólo es la proporción de mis clarividencias.




DESARRAIGO




Unas nubes felices, transeúntes,
volaban por el cielo en donde nada
parecía ocurrir,…
Gabriel Celaya




Hay ríos imprecisos de peces en los barcos que se alejan
                                                                                      de los ojos.
“No hay razones eternas, ni hay verdad objetiva,”
—sólo este desarraigo
vertical del ansia, granito, sombra, flecha, gritos en serie alrededor
de los zapatos, mareas de sangre en el tallo de las monedas,
terrible tránsito de una nebulosa a otra,
de una mueca a una fisura,
de un ataúd a un lecho, pesadillas de grotescas pupilas,
prolongados tendones de escaleras tiradas al vacío.
El desarraigo no cesa ni tiene sonda, ni campo abierto, salvo esta
oscuridad que se lleva en alma como aferrada enredadera.

El  tiempo apaga, oscilando en su retama, estos pies de llevar años
pateando el asfalto de las sombras,
mordiendo la brisa que suspira en cada faro de pétalos:
llevo antiguas espinas en la bolsa del pantalón en vez de monedas,
jaguares de voz desconocida,
lejanías inundadas de agua llovida,
piedras agrias masticando las sienes, ojos que ya no son ojos
cuando la noche o el día los ciega, silencios de caballos,
truenos que crepitan arraigados a las manos,
lealtades que se esfumaron
del pecho, como el vilano seco en medio de la breña.
Toda razón también es una calle incierta: desvela o socava
los murmullos, desdice a menudo, las escaleras del sueño,
extiende los quejidos que se inclinan en la tarde,
el charco de luz que sorben los ojos,
descuaja u oprime la anatomía de las palabras, encorva la lluvia
de los poros, enloquece las historias desérticas.

(De pronto siempre toca caminar contra la corriente
de las miopías: romper la cristalería de los deseos,
emigrar de los focos sucios y los semáforos,
sacudir el polvo de la zozobra en guacaladas, oír los extraños
cánticos de los minutos cuando el sofoco se vuelve agonía.
Me cuesta asombrarme frente a los juegos de la realidad objetiva:
—en realidad no sé cuáles son, ni qué alcances tiene el juego
de la utopía, los fuegos furtivos del orgasmo,
las imágenes de la lluvia conquistando la almohada, los felices
en establos sordos, la libertad que proclaman los techos,
los tantos sonidos anónimos en los armarios,
el agua bendita del sonambulismo.
De pronto ignoro los candiles de los días de la semana,
los gemidos prematuros, las ventanas oscuras de la democracia:
de pronto, tampoco entiendo la elocuencia del hollín,
—embriagarme lentamente en la hojarasca,
partir las aguas proféticas de la luz o simplemente quedarme aquí,
en el silencio gregario de los calcetines…)



ÍNDICE




Tragaluz del respiro         │9
¿No es locura la cordura?       │11
Espiral de humo       │14
A veces, los recuerdos        17
Afonía de la noche        │20
Avidez del espejismo        │23
Profecía del desarraigo      │26
Hasta cuándo        │29
Pasos andados      │ 32
Espejo último       │35
Justos temores         │38
Entre rosas y espinas        │41
Tiempo de sigilos        │44
Confesión del desvelo        │47
Caverna        │ 50
Acto de fe      │53
Noche        │56
Al otro lado de la sombra        │59
Himno a la lluvia        │62
Vuelo permanente       │65
La palabra es mi Patria        │69
Los sueños día a día         │73
Deshora del presente        │76
El verbo revelado I        │79
Recuento         │82
El verbo revelado II       │85
El cuaderno de mamá       │88
Los elementos del día        │91
Los elementos de la noche        │94
Himno a la desnudez        │97
La palabra I         │100
La palabra II        │104
Ventanas        │108
Puertas         │111
Himno a los ojos        │114
Pájaros         │118
Espejos        │121
Ceniza         │124
Mar         │127
Ritual del gozo         │130
Con los pies en la tierra     │133
Posibilidad de la luz        │137
Último fuego       │140
Ojo descuajado      │141
Desarraigo       │142



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