Hacia el día, la aurora dibuja manojos de imágenes:
esas que asaltan, de pronto, nuestros ojos, y se vuelven íntimo
paisaje del aliento. Sí, vuelven trapecio el viento que cala en las sienes,
surten la filial raíz de lo humano.
Fotografía de André Cruchaga
DESCALZA, LA VENA DE LA AURORA
Hacia el día, la aurora dibuja manojos de imágenes:
esas que asaltan, de pronto, nuestros ojos, y se vuelven íntimo
paisaje del aliento. Sí, vuelven trapecio el viento que cala en las sienes,
surten la filial raíz de lo humano.
(Siempre hace bien la mudanza de los días, desbrozar la puerta
y los sentidos; caminar bajo el esplendor de los senderos,
oler la claridad desde la tierra misma.)
Siempre reconfortan, desde luego, algunas horas de silencio:
cuando la maleza llega hasta el cuello, hay que sacudir la viga,
y buscar otras veredas sin pasamontañas.
La vida requiere de sutiles orfebrerías para que el aire no despunte
en espuma: cada hora hay necesidad de asumir los riesgos
del camino, limpiando primero las sábanas del día anterior.
Como el árbol, la luz retenida en las raíces de mi respiración,
el ojo poseso de colores,
a solas las palabras, sin el candelabro ensimismado,
las flores de mayo con su dicción de invierno,
la jícara amanecida en los párpados como dos senos, fresco sexo
del viento a manos llenas, en las ventanas sucesivas, instaladas
en el pecho, descalzos caballos del cielo en el latido secular
de las paternas, dulzainas en ráfagas del pulso,
despojada carne en el aceite de oliva.
Siempre he vivido la vastedad de los caminos, cada hipotenusa
suspendida en la polea de los relojes, en la explosión de mi propia
quietud, en el terciopelo del pezón de las glorietas,
la caja del tórax con élitros: siempre, cuando camino descalzo,
la voz salta las líneas del ala,
llueve en la herida cárdena de los alelíes, en la solapa de la saliva,
en el azahar de las aguas del cuerpo,
en el deseo mismo de los lóbulos, —vivimos consumiéndonos
en claridades, en la ventana amanecida del cierzo,
y hasta en la llaga de amor pintada en las mochetas de la piel,
en los horcones del combate, en el convulso aire del despeñadero,
hasta llegar al alambique huracanado del muelle derrumbado
por la lengua. (Así de simple y sencillo es todo. No hay imposturas
al caer en nuestras manos el horizonte,
salvo los azúcares del rasguñeo, la refracción de la sal en su obstinado
empeño, el tiempo mismo asido cómo túnica,
el pergamino líquido, total de la piel en el trance de los pesos
desvividos, rapto de la vida, más tarde restañado.)
Hacia el día, la aurora dibuja manojos de imágenes: el propio
desván de las miradas, los esteros respirados del alba,
la alegoría del fuego fundida en los cuerpos, descalzos límites
en el cedazo del paisaje, fósforos a quemarropa de los muelles,
cavilando la próxima estación: la aurora, en todo caso, es la ilusión
del minuto, en el cuaderno resumido del deseo.
Barataria, mayo de 2011
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