Lenta la ola de cipreses que se cierne sobre las sienes. Rachas
de silencio que se asumen, cuando el sueño real golpea las rendijas.
Tras años de esperar que venga, hoy se hace visible en las calles
pálidas del aliento, en cada atajo que toman las vestimentas,
en el polvo de los cirios que traen las reminiscencias.
Imagen: Redondel 25 Av. Nte. San Salvador, de André Cruchaga
ARS MORIENDI
Will this ever end?
Will this house be a home again?
FABER DRIVE
Lenta la ola de cipreses que se cierne sobre las sienes. Rachas
de silencio que se asumen, cuando el sueño real golpea las rendijas.
Tras años de esperar que venga, hoy se hace visible en las calles
pálidas del aliento, en cada atajo que toman las vestimentas,
en el polvo de los cirios que traen las reminiscencias.
No sé si es la última palabra que cae sobre las aceras, la última
saliva en la expiración de la oscuridad,
la trama hacia otras rebeliones insaciables.
Siempre afino mis oídos para el día que me troque adentrarme
en lo inexplicable, aunque de antemano tenga noción de los senderos,
de ese instante donde cierro las pupilas al mundo;
siempre es un andar preparatorio de barcos: anhelos, noches,
gargantas en la sombra,
furtivos jarros de madera donde bebe el crepúsculo cada presente
consumado, ojos donde los pasos se aligeran.
Dentro de la maleza hay sombras profundamente vivas, palabras
que escarban tantas ausencias, ventanas desahuciadas,
paredes sin puertas donde zumban los sombreros del espíritu.
Voy muriendo en cada fósforo que se cae de las manos, en los gajos
de neblina al borde de los espejos,
gotas de luto en cada minuto de la carne, desatinos
mordiendo la delgadez de los brazos del fuego: cada día aprendo
a morir en el azúcar de los ataúdes; hay de vez en cuando pájaros
que me ayudan a sobrellevar la carga, la alta hora sumida
en la alberca de mi propia conciencia.
Sé que no es fácil tomar la espada como pétalos. Sé que hay páginas
Todavía no escritas sobre la madera, huesos que roer al pie de la tierra.
(Me apresuro a caminar lentamente, en sigilo, en las aceras;
así me apropio de los rescoldos,
de la fogata ofrecida por el arcano, de los encajes del sexo derramado,
de la fruncida piel de la claridad, del devaneo del agua en mis poros.
A menudo siento extraña la cercanía de los adoquines en mi respiración:
siento los cascos desplomarse en el pecho,
el saque del aire,
los pinos llorando en el crespúsculo. Se muere tantas veces,
que la propia muerte resulta irreal, advenedizas estampillas sin Lázaro,
rostros que al desplomarse laceran la cama donde las sábanas
palpitan abanicos de convulsos pólipos.)
y sin embargo, veo fijamente los muebles del paisaje: las sillas
desvencijadas y el mantel hecho trizas por la lluvia;
En este aposento sentimental de las palabras, le doy vuelta
a las campanas, y atizo el desalojo del calendario, y finjo pañuelos
con mis manos y entonces, también, un río irrenunciable se aproxima
al pulso del día, a ese día madura del despeñadero.
Lo demás es ganancia para un rostro que ya no mira: el viento
Es una sombra en mis pulmones…
Barataria, mayo de 2011
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