Olvido a menudo las estatuas y los monumentos, los días feriados
de las marimbas, la historia que tejen los historiadores, las noticias
del tiempo sin papel higiénico: doblo el libro confuso
de los recuerdos, —supongo que es mejor vivir a cero cada día,
sin un Superman o un Ada Madrina, sin la trascendencia
de los búhos, sin los graznidos de las piedras,...
Ilustración: Orfeo y Eurídice de Federico Cervelli
ACORDE DE LA NEBLINA
No es una llanura lejana hacia el paraíso
Por lo menos no lo es para mí
Y si el viento está en el camino correcto tú puedes navegar lejos.
CHRISTOPHER CROSS
Olvido a menudo las estatuas y los monumentos, los días feriados
de las marimbas, la historia que tejen los historiadores, las noticias
del tiempo sin papel higiénico: doblo el libro confuso
de los recuerdos, —supongo que es mejor vivir a cero cada día,
sin un Superman o un Ada Madrina, sin la trascendencia
de los búhos, sin los graznidos de las piedras, que de pronto,
mastican telarañas vacías.
Los acordes son acordes a la neblina de estos días: (nos encontramos
descorriendo la voluptuosidad de la sal, el chucho con jiote
de los ensimismamientos, las posibilidades de algún milagro
en estos tiempos próximos a la cuaresma;
de pronto me pierdo en la escalera de los poros, cuesta arriba
donde los años se sienten más pesados y las alambradas son más
adustas. Mientras juego al trencito de madera, o al palo ensebado
de tus muslos, Roma gira en su clímax,
bajan los dedos hasta la ciudad de la guerra,
a la pared donde cuelgo mis costillas de hombre promisorio.)
Hay días que no llueve, meses de polvo, paredes tostadas por la sequía:
hay días de completa oscuridad, donde nada es posible,
yo, Segismundo hablando mi propio lenguaje, desvanecido
en la medianoche de las ecuaciones lineales,
en los algoritmos de los números fraccionarios, en los decimales
del sollozo, gotas de mis demonios, neblina del tiempo en el reino
de las sombras de este País apto sólo para el deseo virtual.
Hay días sin jardines ni ventanas: el sueño no es asombro,
en el paladar quiebra sus huesos Orfeo o la Reina Durmiente:
el Cerbero no duerme, ni Eurídice es tal, sino la capilla ardiente
donde las Ménades descarnan los astilleros de los litorales.
De una u otra forma se cansan los zapatos en las esquinas, el cenicero,
la colilla detrás de los armarios,
la mueca de color que tiene le barro, el tacto cercenado de las fechas,
aquí Lautréamont, en los corredores del fantasma de siempre,
las sombras del espejismo meciéndose en la hamaca del eco,
invierno sin sandalias donde crece el musgo,
reescribiendo la Epopeya de Gilgamesh, —reescribiendo, digo,
los viajes a la noche o al infierno, a la ceniza sedienta de los condenados,
a la sabida sospecha del Cordero, desleído en la soledad de los barrotes.
(De pronto andamos en la propia destrucción o el suicidio,
en esta oblea obligada del martirio: casi a tientas, como el pájaro
ahorcado en la rama de la noche, junto al graznido de la pluma,
al filo del granito con su invierno de crepúsculos.
Nada es al final, el jabón sobre la sonrisa; la boca con palabras
perezosas, el moscardón opaco en los ojos, la ola amarga de la noche
que nos rebasa y nos consume.)
Al final se nos rompe el hilo de la interpretación del primer acto.
Barataria, 18.III.2011
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