De la luz, el viajero que deletrea la próxima estación.
Siempre voy deshaciendo los nudillos de las horas con reiterado
Silbo de portales. —Así de simple, solemne como el fuego.
EN EL HORCÓN, LA MEMORIA
En mi reloj las dos pasadas el meridiano.
En mi sangre un reloj de cuenta regresiva,…
ALEXIS GÓMEZ ROSA
En el horcón, las palabras solares del orfebre, el tren en la circunvalación
De la luz, el viajero que deletrea la próxima estación.
Siempre voy deshaciendo los nudillos de las horas con reiterado
Silbo de portales. —Así de simple, solemne como el fuego.
Asombro de la palabra que galopa en el rostro despojada de artificios.
De otra forma no podría palpar la inminencia,
La memoria que reclama viejas danzas, la profundidad de la sed
En la fragancia de la sangre.
Sé que en el lomo pesan los horcones de los días idos o fenecidos.
Sé que en la ruleta de los círculos, arde la abeja turbulenta de la redondez,
Y hasta lo que día fue la lengua asintiendo la espina.
Sé que celebro el musgo abierto del invierno sobre el tejado
Y el pie hundido en la ambigüedad de los cerrojos.
El oficio de la memoria es habituarse como lámpara: alumbrar
Los brazaletes del césped, acontecer en la hora del náufrago,
Sudar los lenguajes abisales del escarnio.
Sé que mis ojos caben en los maniquíes desenterrados: no hay tanto
Veneno que anochezca las sienes y la entraña de la hoja o el árbol.
Aquí, la lámpara sobre el páramo.
La boca sin miedo al sarcasmo, —la mirada son el sollozo que la niegue.
La mano empuñada del mimbre. El escombro bajo los zapatos
Y no sobre la roca de la mirada penitente.
Sé que busco, al término, el tránsito, el imán de la luz;
Y no el cónclave de los rasguños, ni el sedimento cojo de la salmuera.
Así, todo se forma sin cárcavas. Sin la febril deshora del escalpelo.
Así la hélice esencial del ojo interior de la conciencia.
Así, múltiple, sin la soga al cuello. Sin la tijera retrógrada del vencido.
Sé hacia donde la memoria me blanquea el camino:
—el afluente de la almohada es generoso. Siempre salva el lateral
De mis costillas, el tambor del pecho sin eructos ni agonías.
Y sólo entonces, me inclino descalzo, sobre el encaje del reloj a cuadros,
Sobre el eslabón transitado de las huellas.
Sobre el horcón vivido de las mamposterías.
Sé cómo el rayo del alfabeto me horada, —ciego de días lo innumerable,
El pan erigido en los acápites de la ternura y no en el degüello
De la inminencia. Y no en la balanza repulsiva de lo llovido.
En este mundo que grita, nos asombra el resorte de los harapos,
El esclavo dormido en su propio ceño. El chasquido del absurdo
Cuando el búho piensa que duerme en medio del relámpago.
Barataria, 25.VII.2010