VIVIR PARA NO VIVIR
Y todos estos huecos del cielo en la
tierra en forma de sangre,
despellejan las oxidadas bóvedas de
la conciencia, lenguas de filo
que nos separan, duros rastros que
dejan los incendios.
Negras mandíbulas atraviesan la
densidad de aves nocturnas.
Ahogos más allá de los que suponen
las tumbas transformadas
en memoria, piedras aquello que
comienza a ser horizonte,
mundo cada instante enredado en los
ojos, largos ríos de ojos ciegos,
acaso forma perpetua de un tiempo que
imita otros tiempos.
Despertamos, agolpados, excavando
recuerdos, sueños postergados,
por desgracia, todo ha enmudecido,
casi todo al unísono.
Justo en las calles, nos guían
bostezos de sombras y se repiten
como huella de un destino que solo
muestra suplicio.
El país se ha vuelto un paraíso del
absurdo de perturbadoras conjeturas,
un lugar que ni siquiera se puede
guardar en el bolsillo.
Entonces estamos signados a espejos
de adustos espectros
a soñar con los muertos propios y
ajenos, abrir solamente el agujero
del sexo bajo una historia de
candelabros.
Cada vez la libertad tiene la
tonalidad de las espinas, de lámparas
inmóviles en cuya flama hay un hastío
de muros y matapalos.
Adormecidos el rocío se vuelve
olvido, un mal cuento de flechas
de ceniza, una masa en círculos de la
sombra.
Durante la noche, sin embargo, el
sabor de la tristeza y la zozobra.
.
Del libro: «Mi memoria se ha cansado
de llover y esperarte», 2022
©André Cruchaga
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