Imagen tomada de la red
DISPERSIÓN DEL AGUA
Sobre la piedra del vértice de la ceniza, entre el crujido de las aguas abisales de la escritura, entre la euforia y lo furtivo, la conciencia fugitiva del alba, los pliegues azarosos del reloj quizá abriéndose entre las vigas descalzas del aliento. ¿Quién resguardó la flama ardida del aliento? Siendo claridades nos volvimos materia derruida, líneas seculares de la queja y el agobio. Somos los seres más comunes sobre el mantel de la hojarasca, los seres caídos desde el ático del soplo benigno del retablo y las adendas, quizás las sombras adheridas al drama que siempre encarna cualquier utopía. Yo diré que el tiempo nos avienta a las losas de la intemperie; vos dirás, no sé qué dirás desde los algoritmos inéditos de las siete oscuridades de los pañuelos, desde la carne corrompida de los juegos del azar. A fin de cuentas, esta dispersión es un poco el albedrío del sobrevuelo sobre los límites del desorden que inventamos alrededor del trompo de cada palabra desgastada en idéntica gravidez a cualquier batalla. Todo nos separa a pesar de que todo nos une: el ansia, el bambú del aire, el tecomate desmoronado de los poros, los ojos perturbados de la puerta del agua, el punto equidistante del alhelí, la piscucha del patio verde del aroma. Un día, habremos de administrar bien las pupilas y esta quietud aparente de la abstracción y estas abolladuras que nos hace el eco en las sienes y esta casi perversa borrasca del humo, entre la vitalidad de lo súbito y el sosiego de la saliva en las paredes. Frente al agua, esa otra sed infinita que produce la temperatura. De repente, la iracundia de los pétalos y la brújula nauseabunda de la porcelana.
Barataria, 19.IX.2012
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