A menudo la ansiedad invalida el rocío dibujado en el espejo;
por ello tomo para mis lecturas, la hoja verde del alba,
el salvavidas del paraguas, y el tren trasegado de la limpidez.
Fotografía Sören Aabye Kierkegaard
KIERKEGAARD
En el talud agónico de las cábalas, la mano del ojo que alberga mundos reales, inéditas armonías del aceite sobre el alma inmemorial del yo interno, sobre el cuaderno de vilanos que transcurre en los zapatos. Debo suponer que la angustia es esa otra cara de la armonía expectante que proclama el rocío de la espesura y no esa maligna ponzoña de estar despierto sobre la hojarasca. En el sonambulismo del poema, sólo caben las digresiones del latido de la linterna que se adentra en la hazaña del hálito y no en los exteriorismos que únicamente multiplican las estridencias inevitables del mundo. A menudo la ansiedad invalida el rocío dibujado en el espejo; por ello tomo para mis lecturas, la hoja verde del alba, el salvavidas del paraguas, y el tren trasegado de la limpidez. La angustia o la armonía, las dos puntas del imán donde sólo hay salida para el caminante despierto; pues mientras la primera dura, la otra se desvanece. Por suerte, cuando se está en tránsito, no hay tiempo para la espuma: el ojo es apenas una progresión del horizonte, un hacia la embriaguez del esplendor que resucita en el alma. Kierkegaard de nuevo desparramado en las escaleras de las palabras, con una legión de paraguas, profundo como la herida del mediodía.
Barataria, 24.III.2012
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