miércoles, 25 de enero de 2012

CÁNTARO (COLLAGE)


En cada puzzle del tiro de gracias del barro, los juegos
violentos del acorde de la noche con los grifos de la gruta
del murciélago en la garganta, parpadeo de sombras sin ropa,
avanza la mecedora mordida de los párpados, la vena rota
del muerto en el bosque humano de la saliva.
Fotografía de Lázaro Aguirre





CÁNTARO (COLLAGE)




En el traspié quebramos la vasija de la sed e inventamos
formas sutiles de pájaros, aires que luego destruyen
a las gaviotas del poro erizado por la crispación de las sombras
pululando en las esquinas;
la conciencia ahonda los fragmentos del pecho, —en el miedo
a lo oscuro suenan las sonajas, aquí la escopeta del fuego
en la fragua, el brocal a gritos del día, fieros equilibristas de la sal
del destello sobre el poro de la hora quemada de los balcones,
mercados del adobe donde la sonrisa se vuelve hermética cerradura,
como manchas abatidas de hollín.

En cada puzzle del tiro de gracias del barro, los juegos
violentos del acorde de la noche con los grifos de la gruta
del murciélago en la garganta, parpadeo de sombras sin ropa,
avanza la mecedora mordida de los párpados, la vena rota
del muerto en el bosque humano de la saliva. (Jamás duermes.
Jamás duermo en la pocilga del barrio libre de armas y miedo,
desnudo, señalando el horizonte, si no es con el bastón escondido
del anhelo en tiempos, donde la democracia, es todavía
encaje marginal del musgo golpeado en el hierro de las verjas.

Dormimos entre homicidas y homicidios, su incandescencia desafía
nuestros zapatos, nuestros brazos puros,
muerde, incluso, la hora del seno y el orgasmo, —tus muslos ciegos
de desvarío, la lengua que grita en la tela de los poros.)

Nos abate el mercado de pulgas de las ideas,
cuando la palabra es un laberinto de veleidades, una rueca
de cieno que hay que seguir con la risa, casi con la unanimidad
vegetal de la sangre: entramos a un bosque de abanicos,
rapados de mesa y utensilios, de rodillas junto a las moscas
que posan en los platos, convirtiendose en parque del delirio.

Hay cántaros de adusta feligresía, vasijas, tiestos, enajenados
vidrios colgando de las ventanas,
huecos habitados por nefastos invernaderos,
púas flotantes de almohadas, pozos sin escaleras para socorrer
al prójimo de los sótanos profundos de la niebla. Nadie escapa
a los fósforos que diariamente expiran al trasluz de violados ecos;
lo sabemos cuando las estrellas caen en las laderas,
—se ha vuelto inefable tu respiro después de todo. Después de todo,
casi te palpo en la gota de rocío, en el sondeo invisible de mis pies,
en el silencio que de pronto es el único instrumento que nos sirve
para desnudarnos, para quitarnos esta modorra inclemente.
El tiempo se nos quiebra en el cántaro astillado de los destellos
que nosotros mismos invocamos a la hora de ascender a las poluciones.
¿Cuánto nos queda de mudez? ¿Cuánto tiempo para fotografiar
el sueño, sin convertirnos en ese siniestro juego de contarios?
Para saberlo hay que colgar del alero nuestra propia respiración.

Barataria, 17.I.2012

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