Hace años que todo el paisaje anida en la piel;
perdí las armaduras en la tempestad de la vigilia: llevo armarios
en las costillas, un día podré morir completamente calcinado,
pero quedan en la memoria esas cifras de frío que combatí...
Imagen tomada de Miswallpapers.net
LA PIEL SOBRE LA LLAMA
Al tiempo de la cosecha, la llama ardida de la piel en la sábana,
el tiesto de arcilla, en el jardín que linda con la garganta,
ventanas donde respira la roca del sobresalto, el prisma diluido
en el bosque metálico del relámpago.
(Delante del pozo blanco de las orquídeas, la hamaca del alambique
con los peces de la brasa, como el poema
en el arte de la respiración del tren volante del eclipse,
—ay, los muslos al pie de la cordillera del deseo, en el puzzle azul
de la gruta con vastos trenes de flamas, rieles a la altura
de las sienes, armónica de musgo para el balcón del aliento,
el esperma seducido por las explosión de la destreza, la brecha
del bosque en la boca cruzando los sembradíos de las liebres.)
Hace años que todo el paisaje anida en la piel;
perdí las armaduras en la tempestad de la vigilia: llevo armarios
en las costillas, un día podré morir completamente calcinado,
pero quedan en la memoria esas cifras de frío que combatí
en la más adusta piedra,
en la ceniza sumergida, ahora, de los mimetismos.
Sobre la llama clavada en la piel, el fuego cernido, quemando
el arco iris, casi otro invierno atravesando el sueño,
el día completo jugando a lo despiadado, al horizonte con fondo
de espejos, rehaciendo la comida nombrada del relámpago.
Estoy, —y estamos, mejor dicho, concentrados hacia el interior
de la música, comemos lo magnánimo del azúcar,
no el páramo fatigado de las losas;
entramos allí, a la crispación de las palabras, a la ladera del aliento,
y recordamos el esplendor de los senderos,
la estación del invierno con sus nostalgias,
la isla cedida a la penetración del cuerpo, allí el viento implícito,
la piedra levantada, —el nosotros huracanado de pronto en el murmullo
que hace latir todo lo interminable: la ráfaga, el viento
de la escritura, la puerta que se abre, cuando el fuego crece.
Allí, derretido el nosotros, digámoslo. Sólo, entonces, la lividez
de la lava, la acumulación de hierbabuena,
aquel jardín intuido debajo de los poros, la respiración del estallido,
ligera ceniza en el cenicero de la ventana, la fantasía del agua
en la sonrisa que permanece benigna como un hilo de aurora
junto a la túnica de mar que cubre el nosotros.
Allí, el nosotros, digámoslo: frescos acordeones bebiendo
el huracán de la sed, el círculo del zumo de la audacia, los otros
nombres nacidos, incesantes, en el tambor agolpado del invierno.
Al final, otra llama se yergue en el estandarte del desfiladero,
otro alud convertido en cielo: el destino que también está hecho
de intempestivas ropas y de acumulados vértigos…
Barataria, 15.I.2012
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